México, D.F. / Octubre 30.-
Cifras de la ONU y del Banco Mundial refieren que una de cada tres mujeres en el mundo sufre maltrato por parte de su pareja o de algún familiar; una de cada cuatro ha sido violada o agredida sexualmente; la mitad de los homicidios de mujeres los cometen sus parejas o ex parejas, y la violencia de género en mujeres de 15 a 44 años de edad, provoca más muertes e incapacidades que el cáncer, el paludismo y los accidentes de tráfico.
Tan sólo en la ciudad de México, cifras de la Asociación para el Desarrollo Integral de Personas Violadas (Adivac), organización civil fundada hace 20 años, dan fe de que el número de casos por violencia sexual en el Distrito Federal ha ido en aumento.
A lo largo de 2010, Adivac dio atención directa a 7 mil casos de personas que reportaron haber vivido violencia sexual, y a dos meses de que termine 2011, la cifra de personas que han recurrido a esta asociación ya suma 8 mil casos más que en el año anterior.
De igual modo, a lo largo de 2010 Adivac tuvo 70 entrevistas al mes, que se han incrementado a 90 de primera vez a lo largo de 2011.
Quienes más recurren a pedir ayuda son los adultos, seguidos de los adolescentes y por último los niños. Sin embargo, el mayor número de denuncias en el área de atención legal se refiere a casos ocurridos en niños y niñas menores de edad.
Adivac surgió en 1990 para brindar orientación médica, legal y sicológica a personas que hayan sufrido violencia sexual, que se describe como el uso abusivo del cuerpo de una persona —hombre o mujer— que le niega la libre disposición de su cuerpo y sexualidad, por medio de la dominación, abuso de poder y la violencia física o la intimidación, provocando no sólo trastornos físicos, sino un grave daño emocional.
La violencia de género son todos los actos mediante los cuales se discrimina, ignora, somete y subordina a las mujeres en los distintos aspectos de su existencia, y todos aquellos ataques materiales o simbólicos que afectan su libertad, dignidad, seguridad e integridad física y moral.
La violencia sexual puede manifestarse como hostigamiento, abuso sexual, incesto, rapto con fines sexuales, explotación, prostitución obligada, exposición indeseada a la pornografía, entre muchas formas más de actos violentos contra la voluntad de una persona, como ocurrió con Martha “N”, una mujer que era forzada por su marido para que observaran juntos —y contra su voluntad— películas pornográficas.
“Después, él comenzó a sustraer la ropa interior de mis cajones, y un día lo vi con una de mis pantaletas. Quería tener relaciones a toda hora. Era un hombre mal parecido y con tendencias homosexuales”, relata Martha “N”.
“Al mes de percibir estas actitudes extrañas, lo que continuó fue la confesión de mi hija, de tan sólo cuatro años de edad, al decirme que su padre acababa de tocarla…”. (La explicación de la madre es explícita. EL UNIVERSAL no la reproduce).
La hija pidió a su madre que nunca más la dejara sola con él. Ambas dejaron su hogar; viven en casa de un familiar.
Desde entonces han transcurrido tres años en los que, a decir de Martha, todo —desde el primer día de su denuncia ante el Ministerio Público— ha sido atravesar por procesos legales plagados de imprecisiones:
“El día de los hechos, la médico legista no quiso examinar a mi hija, al argumentar que yo lo estaba inventando todo.
“Faltan los resultados de los informes sicológicos de él y los míos para que se dicte sentencia. Pido a María del Rocío Martínez Urbina, juez Décimo Noveno de lo Familiar, al Estado y a la justicia, que no me quiten a mi hija, que realmente se defiendan nuestros derechos y que se aplique la ley realmente con justicia. Pido justicia para mí y para mi hija”, enfatiza Martha.
Secuelas de una agresión
En algunos casos la agresión pudo haber ocurrido hace tiempo, pero la sensación de enojo, miedo, temor, confusión y hasta culpa invaden a la víctima, de modo que no denuncia.
“Más de 60% de las mujeres no denuncian a tiempo o inmediatamente después de sufrir violencia sexual”, refiere la doctora Ana Gladys Vargas, directora de la Asociación Civil Tech Palewi, quien relata el caso de Lucía “G” —hoy de 40 años—, quien vivió violencia sexual por parte de su tío entre sus ocho y 10 años de edad.
El tío abusaba sexualmente de cuatro sobrinas, pero ninguna decía nada. Era soltero y el más querido de la familia. Vivía en Cuernavaca, a donde las niñas iban de vacaciones de verano.
Cada una sufrió maltrato sexual de forma crónica por varios años, hasta que una de ellas se atrevió a hablar y el tío fue consignado a las autoridades.
Lucía “G” pidió ayuda, ya adulta, al no tolerar la intimidad ni con su marido el día de su boda. A decir de Tech Palewi, Lucía “G” no lograba desnudarse ante él. Estuvo varios meses en terapia para superar la grave forma de maltrato de que fue víctima.
Este maltrato interfirió en su desarrollo sicosexual, ocasionó un aprendizaje distorsionado de su sexualidad y dañó severamente su autoestima. Lucía “G” y sus tres primas carecían —en el momento del abuso sexual— de la madurez, conocimiento y comprensión para evaluar el contenido y consecuencias de lo que hacía su familiar; había, además, desigualdad de condiciones y abuso de poder cuando su cuerpo y voluntad fueron sometidos.
En 90% de los casos, el agresor es un familiar o conocido, y frecuentemente él o la agresora es una persona de autoridad que el niño o la niña ama, en la que confía, por lo que puede influenciarlos o intimidarlos fácilmente.
“Si quien ejerce el abuso sexual infantil es un familiar, la vivencia adquiere dimensiones descomunales a nivel sicoemocional, al ser perpetrado por alguien significativo en su vida y de quién no se esperaría ningún tipo de daño”, dice Ana Gladys Vargas, fundadora de Tech Palewi, asociación que da apoyo sicoemocional a mujeres adultas sobrevivientes de abuso sexual infantil.
Un daño que no se olvida
Lucía “G” descuidaba su apariencia física conforme fue creciendo, pues era su estrategia para evitar llamar la atención y una nueva agresión.
A decir de Laura Martínez Rodríguez, fundadora y directora de Adivac, la distorsión de la apariencia es sólo una de las reacciones que experimentan las personas agredidas.
Otras, en su primera etapa —desde los primeros minutos hasta la sexta semana posterior a la agresión—, son: no poder dejar de pensar en lo ocurrido; sentirse culpables y sucias; no querer salir por miedo a encontrar al agresor; usar un solo medio de trasporte y caminar sólo por ciertas calles y a ciertas horas del día.
En una segunda etapa —de la sexta semana hasta los 12 meses posteriores a la agresión— sobrevienen la depresión y la melancolía, inseguridad, baja autoestima, cambios drásticos de humor o temperamento y, en algunos casos, intentos de suicidio.
De los 12 meses hasta varios años después de la agresión, la persona vive inquieta, temerosa o aterrada; angustiada, desanimada; hace cosas que no desea, sólo para reducir la ansiedad; disminuye sus actividades y ocupaciones cotidianas; pierde interés en actividades; se siente sola, vacía, sin valor.
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