México, D.F. / Marzo 15.-
La puerta de la calle se abrió para María Esther a los 15, en San Miguel el Soldado, su pueblo veracruzano. Huérfana de madre, con un padre alcohólico que acabó devorado por la calle, sin documentación que hasta ahora consigne su existencia, se convirtió en madre soltera siendo adolescente.
Estrella, su primogénita, falleció a los ocho meses. Cierto día “lloraba mucho. La llevé al médico y me dijo que era normal. Hacía mucho frío, pues vivíamos en la calle porque mis primos me corrieron de la casa. Cuando amanecimos estaba muerta”. Ricardo, su segundo hijo, sobrevivió y hoy tiene 22 años, es analfabeta, ha permanecido casi siempre a la intemperie, carece también de identificación e ignora la identidad de su padre.
Del abuelo al nieto, un árbol genealógico callejero, tres generaciones en la indigencia, donde naturalmente las biografías suelen ser breves, casi efímeras. “La historia de los niños de la calle es la no historia: su árbol genealógico es corto y a veces nulo —acta de nacimiento, dirección, afiliaciones— son situaciones oníricas para ellos”, escribe Arnoldo Kraus (Prólogo a Los chavos de la coladera, 2001).
Ya en la ciudad de México, donde llegaron cuando Ricardo tenía seis meses, madre e hijo hicieron de la calle su hábitat. “Vivíamos en un parque donde había prostitución”, evoca María Esther. “Un día en que mi hijo estaba con fiebre, una de las prostitutas se lo llevó; yo se lo di con tal de que lo curara y le diera comida. Me dijo que sólo iba a llevárselo ese día, pero desapareció con él. Estuve como loca buscando a mi hijo, hasta que esa señora me lo devolvió porque dijo que ya no le servía”.
A los 12 años, por su cuenta, Ricardo fue de albergue en albergue hasta establecerse en el Centro de Asistencia e Integración Social Plaza del Estudiante (en el Centro Histórico), del Instituto de Asistencia e Integración Social (IASIS), perteneciente al Gobierno del Distrito Federal, donde vive en la actualidad, aunque no por mucho tiempo. El objetivo del IASIS es que personas como él logren una vida independiente, integrándose a un proyecto laboral lo más pronto posible. Ahora está sometido a tratamiento médico por trastornos neurológicos y circulatorios, pero al final tendrá que construir su independencia e irse, advierte Rebeca Badillo, coordinadora técnica del IASIS.
-Del “vago” a “poblaciones callejeras”
Pablo Adauta Juárez, el padre de María Esther y abuelo de Ricardo, vivió en la calle entre los cincuenta y sesenta, cuando a los indigentes se les consideraba no más que “vagos”. María Esther comenzó a habitar la calle en los setenta, cuando personas de su tipo eran vistas como ”viciosos” y para ellas había sólo instituciones de confinamiento, “orfanatos para niños que no tenían vínculo con ninguna familia” o “cárceles correccionales adonde solía remitirse a cualquier niño o niña encontrado en calle, en situación considerada de riesgo personal o social, estuviera o no infringiendo la ley”, explica Juan Martín Pérez García, fundador de El Caracol AC, organización que trabaja por la visibilidad e inclusión social de poblaciones callejeras y marginadas.
Ricardo, el último eslabón, ha habitado la calle, de forma intermitente, desde finales de los ochenta, siendo entonces uno más de los miles de “niños de la calle” –como comenzó a llamárseles en aquella década–, y ahora uno más de las poblaciones callejeras.
En ese largo camino, la peculiar familia de la que forman parte María Esther y Ricardo ha experimentado, como otros miles de niños y adultos, un proceso de callejerización para el que el gobierno nunca ha tenido respuesta democrática. En las últimas tres décadas, observa Gerardo Rodríguez Rivera, de El Caracol, los gobiernos han dado una respuesta exclusivamente asistencialista al problema de niños y otras personas en situación de calle, a través de programas que en su mayoría “corresponden a coyunturas políticas y carecen de continuidad”. De hecho, “en los noventa el gobierno mexicano abandonó la atención directa de la población callejera para dejarla a las posibilidades de las organizaciones sociales que financian sus actividades con fondos privados, argumentando que existía un número importante de organizaciones con recursos para atender a niños y niñas callejeros”.
La explotación es uno de las peores consecuencias de habitar la calle. Por ejemplo, hoy María Esther se relaciona sentimentalmente con alguien que conoció en los comedores emergentes de Plaza Garibaldi. A sus 43 años, el hombre vive a la intemperie, cuya hostilidad sobrelleva con alcohol y mariguana. “José Guadalupe Morales, que así se llama, me busca diario” para pedirle dinero. “Cuando no le doy 5 o 10 pesos, le doy para el boleto del Metro. El otro día me pidió 35 pesos para sus lentes y como no se los di, porque luego vende sus lentes para comprar droga, se enojó”.
Su hijo también le saca dinero, “viene cada 15 días para pedirme los 100, los 200 pesos, y yo se los doy; también le consigo una entrada al cine. Si no lo hago, dice que me va a abandonar”. A diferencia de la prematura paternidad de su abuelo y su madre, Ricardo no tiene descendencia, dice que hacer el amor significa comprometerse y él no quiere eso; cuando lo haga es porque tendrá una casa… que, dice, su madre tendrá que rentar.
Por ahora, el único bien que Ricardo ha podido acumular son sus tenis, que envueltos en una toalla le sirven también de almohada. María Esther, que ya tiene 47 años, reside temporal en el albergue Villa Margarita, donde le han dicho que tendrá que irse apenas logre independizarse.
Es probable que madre e hijo permanezcan entre la indigencia y la beneficencia temporal, quedando también expuestos a la política de “limpieza social” del gobierno capitalino, lo cual entre otros núcleos indigentes ha producido un nuevo fenómeno: habitar por temporadas hoteles de quinta, casi siempre prostituyéndose para pagar.
-Las niñas de “La Pasarela”
Cuando se acerca el final de la primera década del siglo XXI, lo que vivieron María Esther, su padre y su hijo, va tomando un rostro inédito, que ellos mismos ignoran. Cada vez más niños y adolescentes que engrosan las hoy denominadas poblaciones callejeras, buscan replegarse de forma intermitente en hoteles de paso, por 50 pesos la noche. No es que hayan aumentado sus posibilidades de mejorar su calidad de vida; han sido orillados por unas condiciones cada vez más inclementes y la “limpieza social” sistemática emprendida por el Gobierno del Distrito Federal desde 2004. Ciertamente, allá adentro siguen enfrentando formas de explotación.
Por ejemplo, los hoteles El Escorial, El Recreo y Drigales, en la Colonia Guerrero, se cuentan entre los más concurridos por niños y niñas de diversas edades; muchas de estás últimas viven de prostituirse en el callejón de San Pablo, conocido también como “La Pasarela” –a una calle del Metro La Merced–. Entremezclándose con otras mujeres, se integran en una fila circular con la expectativa de ser “seleccionadas” a cambio de “tarifas” entre 70 y 500 pesos. Los regenteadores, armados, acechan. Acompañadas de sus clientes ocasionales, las menores de la calle se internan en otros hoteles de paso cercanos, en cuya entrada, paradójicamente, se advierte que está prohibida “la entrada a menores”.
-Los non gratos en la Ciudad Bonita
“Limpieza social” podría parecer una expresión desmedida tratándose de lo que sucede con los niños y otras personas que, como Esther, Ricardo y las niñas explotadas sexualmente en San Pablo, patean sin devenir las calles de la ciudad de México. Pero no lo es. “Hay diversas expresiones contemporáneas que buscan el mismo objetivo: el retiro de la vía pública de personas non gratas a través de actos de autoridad sistemáticos, dirigidos a poblaciones excluidas, que atentan contra los derechos humanos con acciones encubiertas por la impunidad”, afirma el Diagnóstico de Derechos Humanos del Distrito Federal, realizado en 2008 por diversas organizaciones de la sociedad civil, instituciones académicas, el Tribunal Superior de Justicia, la Asamblea Legislativa y la Comisión de Derechos Humanos del DF, así como el propio gobierno capitalino.
El documento añade que “Las agresiones hacia los grupos callejeros están en ascenso, desde las acciones de los propietarios de las centrales camioneras del Norte y Observatorio, quienes contratan seguridad con perros para atacar a los niños y niñas que ingresaran en los andenes, hasta las acciones de ¿limpieza social? por las visitas de gobernantes internacionales”.
En el último trimestre de 2004, durante el gobierno de Andrés Manuel López Obrador, inició el Programa Emergente de Mejoramiento de la Imagen Urbana denominado “Ciudad Bonita”. Está enfocado en el corredor turístico y cultural Paseo de la Reforma-Centro Histórico, que incluye 147 kilómetros de recorrido urbano remozado, e implica entre otras cosas el retiro de limpiaparabrisas, indigentes y otras poblaciones callejeras, con fundamento en Ley de Cultura Cívica, entonces aprobada.
Desde recién nacidos hasta adolescentes y ancianos de la calle fueron arrojados de este modo hacia la periferia de la ciudad. Y hoy “el gobierno capitalino, con Marcelo Ebrard, mantiene esa política. La Secretaría de Obras y Servicios, y la Dirección General de Servicios Urbanos impulsa el Programa de Rescate de Espacios Públicos Manos a la Obra, que incluyó en su primera etapa la recuperación de 20 espacios públicos alternos; es decir, parques, plazas y áreas verdes, mediante ‘barrido fino’ del parque, recolección de basura, jornada de triques para los vecinos que habitan alrededor del parque, graffitis en bardas y fachadas, y retiro de comerciantes ambulantes e indigentes”, precisa aquel Diagnóstico.
-“Nos barren a todos”
La brutalidad no es algo excepcional. María Esther dice que el problema de vivir en la calle no es sólo la inclemencia, sino que “luego pasan los camionetas blancas (del gobierno capitalino) y nos avientan chorros de agua y nos barren a todos”.
Pero opciones no hay muchas. Esta mujer trabaja de ocho de la mañana a cinco de la tarde limpiando un cine, por 51.95 pesos diarios. Ricardo lava autos en los alrededores de la Plaza del Estudiante. A veces, el poco dinero que llevan encima pasa a manos de patrulleros que los extorsionan por no tener documentos con qué identificarse.
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