Cualquiera ve a Enrique Peña Nieto muy sonriente, dándose baños de pueblo en inauguraciones de centros comunitarios, programas y clínicas u hospitales.
Y cualquier ciudadano podría imaginarse que está feliz con tantas mujeres besándolo, despeinándolo y abrazándolo como a un “rock star”.
Sí. Es un político que parece no ha dejado de estar en campaña o de apoyar a sus copartidarios que aspiran a un “hueso”. Por eso el rostro luminoso y las frases grandilocuentes. Por eso la imagen triunfalista de alguien que parece ha librado el examen profesional en una universidad de primer mundo y está a punto de recibir el título de profesionista “summa cum laude”.
Pero lo cierto es que, después de pulsar esas multitudinarias manifestaciones de fervor, cuando trepa a su camioneta o al helicóptero lo primero que pregunta, con un gesto muy serio, a sus colaboradores más cercanos es: “¿Cómo va lo de Iguala? ¿Qué declaraciones ha hecho el gobernador de Guerrero? ¿Qué sigue diciendo la prensa internacional sobre los muertos y los 43 desaparecidos? ¿Y del asunto de Tlatlaya qué se comenta?”.
Peña Nieto tiene una enorme preocupación por estos sucesos, más los otros negativos de Michoacán y de Tamaulipas, donde no cesan los secuestros, extorsiones y asaltos en las carreteras, por más que Egidio Torre quiera hacer saber a la opinión pública que la estrategia de seguridad implementada por Miguel Angel Osorio Chong está funcionando.
¿Y por qué tanta tensión del señor presidente por estas cuestiones de exacerbada violencia? Pues porque a nivel internacional los medios informativos le están dando la vuelta a la tortilla y en lugar de destacar lo elogiable de las reformas estructurales, pintan a México como una calca de la canción que José Alfredo Jiménez dedicó a León, Guanajuato, donde la vida no vale nada.
Y tal parece que dicha percepción desde el extranjero se asocia a la crítica por la insensibilidad que proyectamos los mexicanos ante la masacre de Tlatlaya y los tristes sucesos de Iguala, más tantos muertos en la región de Tierra Caliente conformada por los Estados de México, Michoacán y Guerrero.
Es mucho decir que los mexicanos aceptamos que “la vida no vale nada”. Y es mucho decir que ya nos acostumbramos al olor a sangre y que no nos duele tanta barbarie que ha puesto a nuestro país en el centro de los reclamos de los organismos internacionales, como la ONU, la OEA y los de Derechos Humanos. De ahí el pesar de Peña Nieto al ver derrumbarse la visión positiva que despertaron sus reformas estructurales ante la avalancha de noticias de este corte violento.
Sin embargo, el señor presidente tiene que disimular lo más que puede y se deja querer por las multitudes y aparenta engolosinarse con los aplausos y con los besos de las mujeres que lo aclaman en toda reunión oficial. Sí. Pero cuando está en la soledad de su despacho, acompañado de su gente más cercana en la gestión gubernamental, sufre cuando escucha que el mundo canta la canción de José Alfredo, porque al parecer en todo México “la vida no vale nada”.
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