Como una advertencia impulsada por los dioses, en vísperas de su coronación oficial como nuevo número uno del mundo, el español Rafael Nadal se aposentó en el Olimpo, en el escenario de los elegidos, en la tribuna de los grandes, alcanzada tras derribar en Pekín al último resquicio del trayecto, el chileno Fernando González (6-3, 7-6 (2) y 6-3)
En pleno apogeo, Rafael Nadal terminó con la resistencia del oro. Con los reparos que el tenis español ha padecido cada cuatrienio que emprendía el asalto al premio dorado. La más reciente, la padecida por el dobles femenino español que integran Virginia Ruano y Anabel Medina.
Nadal, el hombre de los 31 títulos, el poseedor de los cuatro Roland Garros y el instaurador de un nuevo orden en Wimbledon, acaparó el honor de ser el primer campeón olímpico español con la raqueta.
El éxito del español culminó después de una batalla desigual. Más desequilibrada de lo que evidenciaban los precedentes, que alentaban la lucha con un reparto equitativo de triunfos -tres y tres- antes de saltar a la pista de cemento del Centro Olímpico de Tenis de Pekín.
González no suele torcer su brazo pronto. El empuje forma parte de su condición, de la que sobresale su derecha. Pudo ejecutarla en numerosas ocasiones en el partido. Pero, no por admirada, terminó por no resultar determinante.
Es el chileno el que contaba con mayor pedigrí olímpico. La suya es una trayectoria con brillo en los Juegos. En Atenas fue campeón en dobles junto a Nicolás Massú y bronce por sí solo. Experiencia a raudales en momentos cumbre. Mayor que la del español, con una efímera y simbólica participación en el 2004.
Ese es el motivo por el que el impacto de la dimensión extrañó al comienzo, donde el tenista de Santiago, un habitual ya en las alturas del circuito, empezó por dar ventaja a su rival. El español rompió a las primeras de cambio. Resguardó su saque, que no cedió en todo el partido y cerró el set sin contratiempos (6-4).
Fue a partir de ahí donde el chileno se decidió a entrar en el partido. Cuando soltó su derecha, la que buscó. Y jugó con continuidad gracias a la certeza de su saque. Inquietó a Nadal, que tuvo que hurgar en el partido y ejecutar esfuerzos extras en las amenazas de González, que desveló ciertas carencias como restador.
El partido concedió una opción al chileno. Y es en los detalles donde está el salto de calidad. Fernando González, a buen nivel, esperó su ocasión. Y le llegó pero no la aprovechó. Fue en el décimo parcial, cuando tuvo 15-40, dos puntos de sets. Nadal se defendió como pudo. Pero el sudamericano, pensó más en la dimensión de la situación y marró cada posibilidad: Una fuera, de revés y otras dos a la red.
No suelen volver situaciones como esas, las que definen al ganador. El set llegó al ‘tie break’ y Nadal se amarró a su resurrección para ganar el segundo set y adquirir una ventaja insalvable.
El español nadó a favor de corriente en el último set, en cuanto firmó la primera rotura. Las derechas de González, lejos de inquietar, fueron intermitentes, revestidas de fogueo. Y los dos puntos de partido que salvó el chileno, la advertencia de una muerte anunciada.
La situación ya había desbordado al chileno que flojeó paulatina pero definitivamente. Desprovisto de fe asimiló su adiós ante una roca. Y fue Nadal el que amarró el oro de Pekín. El que le dio el pasaporte hacia el Olimpo.
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