Los políticos mexicanos tienen la peor fama. Son detestados por las mayorías en las encuestas y son sujetos de descrédito en las pláticas cotidianas. Ocupan el último sitio en las preferencias sociales y cargan con la sospecha pública de ser corruptos, ineptos, cínicos, barbajanes, flojos y mentirosos o demagogos.
Sin embargo, la gente va tras ellos y ellos se sienten amados y van tras el “hueso”. Se creen paridos por los dioses porque cada vez que se presentan en público las masas los apapachan, las cuales buscan tener una “selfie” con ellos, y hasta sienten el roce de los labios de quienes tratan de besarlos sin ninguna impudicia o se les acercan demasiado al sacarlos a bailar. Por eso se preguntan por qué son tan denostados en los medios informativos y cuestionan dónde están los que los odian.
Quizá tales políticos no se dan cuenta que esos lambiscones son verdaderos acarreados que acuden a las concentraciones políticas por una dádiva u otro interés personal, o son presionados por supuestos líderes partidistas que les condicionan gratificaciones con tal de ir a hacer bulto y gritar vivas por consigna. Y también abundan, además de los convenencieros, los ignorantes que son pasto de la manipulación de “los de arriba”.
El Presidente Enrique Peña Nieto se presenta en lugares a modo como un auténtico tlatoani azteca, y le preparan esos escenarios con el fin de leventarle la autoestima y tratar de hacerle ver que sí está moviendo a México y que su carisma es único en esta etapa histórica de la patria. Que es el líder que el país necesita y que las multitudes lo aclaman y gozan con verlo en mangas de camisa.
Pero, oh contradicción, apenas llega a la soledad de su despacho y revisa las encuestas mismas de la Presidencia de la República y el golpe es certero al gancho: su popularidad va en descenso. Los niveles de aprobación del pueblo a su mandato está en niveles muy bajos. Los líderes e intelectuales lo califican como un estorbo en los caminos hacia la superación y el desarrollo.
Y en ese enjambre de contradicciones públicas son muchos otros políticos los que no advierten el rechazo a su trayectoria ni sienten el hervor de la crítica negativa en su cerebro. Casi todos creen que la gente los quiere a pesar de tantas caricaturas en la prensa que los vilipendia y acusa de lo peor. Sienten el triunfo en la bolsa, aunque sea a base del voto duro de su partido, sin caer en la cuenta que la mayoría los deturpa y los rechaza por sus falsas promesas.
Por ejemplo, hay un chiste que afirma que en Irán los ladrones son amputados; en Islandia son imputados pero en México son diputados. Según sus críticos más venenosos, los diputados pertenecen al catálogo de parásitos y embaucadores y su nombre es objeto de controversias cuando las sesiones en la Cámara Baja evidencian la poca productividad en su trabajo y los exhibe por sus ausencias y desinterés.
Y, sin embargo, abundan los diputados federales “chapulines” que se apuntaron para otro cargo de elección popular y abandonaron su curul con una desfachatez incontrovertible, sintiéndose indispensables en el “servicio público”, aunque en realidad lo que buscan es no dejar la ubre presupuestal, o sea no quieren quedar fuera de la nómina oficial. En total son 83 trapecistas los que habían prometido cumplir su periodo para el que fueron electos, pero les convino mejor alejarse del edificio de San Lázaro, llevándose la mayor cuota el PRI con 34, seguido del PRD con 26 y el PAN con 16.
Se sienten amados y en realidad son detestados. Pero esas contradicciones públicas les permiten soñar con que en México es posible ganar una elección aunque sea a costa de raspones en la fama pública. Lo importante es no dejar el poder, las influencias, los dineros públicos y una que otra transa que haga engordar la chequera. Total, como muchas mujeres que son víctimas de la violencia intrafamiliar, ellos también dicen “pégame pero no me dejes” (fuera del presupuesto oficial).
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