México, D.F. / Mayo 23.-
De repente la consigna fue no besarse, no saludarse de mano, evitar las congregaciones y lavarse constantemente las manos. Respirar daba miedo.
De un tajo tuvimos que despojarnos de nuestra esencia. Dejamos de estrecharnos las manos o palmearnos la espalda. Ya no pudimos tocar con los labios la mejilla de la amiga. En el transporte público mirábamos sospechoso al de a lado, más aún si le lloraban los ojos. Toser o estornudar se convirtió en un pecado y el cubrebocas nos unificó bajo una máscara de psicosis.
A fuerza de la repetición nos convertimos en especialistas para identificar los síntomas de la influenza. Así, nos sumergimos en una sugestión de locura, porque un dolor de cabeza o de garganta ya no pasaban desapercibidos ni se atendía con el remedio de la abuela. Fue entonces que saturamos los hospitales.
La frase: “Nadie se muere de una gripa” se volvió irracional y burda. El número de muertos crecía a diario, pues tan sólo en el Distrito Federal las autoridades informaban que hasta el sábado 25 de abril había 13 fallecidos. Dos días después ya eran 22 y a la semana siguiente la cifra subía a 28. Entonces, vino una ola de discriminación, en el resto de la república, para todo el que fuera capitalino. Pero también aquí se discriminó al vecino que se conocía enfermo. La vitamina C y los tapabocas se acabaron en las farmacias. Buscábamos la protección a como diera lugar de una enfermedad para la que las propias autoridades reconocían que no hay vacuna.
Los niños se quedaron sin los festivales del 30 de abril, y el Día del Trabajo era uno más para permanecer encerrado en la casa cosechando la angustia, por un virus nuevo sobre el que se debatía respecto a su origen, que si era mexicano o gringo o si era una invención del gobierno. El presidente Felipe Calderón aparecía en cadena nacional para sugerirnos que era mejor no salir del hogar y total, para qué, si afuera no había nada que hacer.
El gobierno capitalino anunciaba la cancelación de 533 conciertos, festivales y actos masivos de carácter cultural, artístico y deportivo. Los restaurantes, los billares, los antros, los bares, las cantinas, los deportivos y hasta los gimnasios estaban cerrados.
Los chistes y el humor chilango surgían entonces de entre el desasosiego que nos invadía, acentuado por un temblor de 5.7 grados que nos sacudió el 27 de abril, en medio de una alerta máxima por la epidemia que ya escalaba a pandemia. “¿Qué le dijo la ciudad de México a la influenza? Mira cómo tiemblo, mira cómo tiemblo”, se escuchaba el chascarrillo en boca de los pocos que salían de sus casas.
“Uta, esto es pura mentira, nomás pa fastidiarnos. A ver ¿Dónde están los muertos y los enfermos? Yo no conozco a ninguno”, argumentaba un taxista, quien exigía así las pruebas para entender el anuncio del gobierno que lo obligaba a portar guantes de látex y cubrebocas. Para este chofer el único efecto real de la contingencia era la falta de pasaje y por tanto la caída en sus ingresos. No iban a alcanzarle los días para reunir la cuenta que semanalmente le debe pagar al dueño del taxi.
Salir a esta ciudad en los momentos de la contingencia era entonces como amanecer un 25 de diciembre o un primero de enero, sólo que sin el sopor, la resaca o el desvelo que da la juerga de la noche anterior, sino con el temor de convivir con un virus que provoca una gripa mortal.
La ciudad, como pocas veces, se libró del tráfico vehicular. El Viaducto, el Periférico o Calzada de Tlalpan se recorrían en menos de 30 minutos, sin importar que fuera lunes o viernes de quincena. Las horas pico desaparecieron de los parámetros oficiales, esos que se usan para medir el flujo de personas en esta ciudad. Después del puente del 1 de Mayo, Marcelo Ebrard, jefe de Gobierno del DF, aseguraba que la epidemia pasaba ya no por un periodo de estabilización, porque ya no había tantos muertos ni enfermos en los hospitales. El día 6 de mayo reabrieron los restaurantes, pero bajo la condición de espaciar a sus clientes y ocupar sólo la mitad de sus mesas. Los burócratas regresaron a laborar después de un asueto obligatorio.
El semáforo de la alerta sanitaria bajó del rojo, en el que estuvo durante el puente del 1 de mayo, al naranja y de ahí al amarillo. Hoy ya podemos besarnos, dijo hace un par de días Marcelo Ebrard, pues la alerta sanitaria para la capital del país se encuentra en verde. El riesgo ya es bajo en esta ciudad donde por dos semanas estuvo restringido el contacto humano, ese que nos hace chilangos.
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