Y estalló el silencio. Era un silencio desconcertado, cansado. En la gran plaza, por momentos, se guardaron los gritos, las demandas, los desahogos. Luego se apagaron las luces de las sedes de los gobiernos de la República y de la capital. Se escuchó el canto de bronce, repicaban todas las campanas. Un enorme alarido las acompañó. Se encendieron las veladoras.
Un par de minutos después, reaparecieron las voces: “¡Sí no pueden, renuncien!”. También: “¡No más secuestros, no más violencia!”. Y: “¡Por un México seguro!”. Y como a lo largo de toda la marcha: “¡Ya basta!”.
Fue una tarde blanca. De ese color vistió la gente en su mayoría. Pero blancas también fueron las lágrimas de una mujer, pintado su rostro, trabaja como payasa en fiestas infantiles. Hace cuatro años secuestron a su hija, le hablaron por teléfono, le dijeron que se la iban a regresar en pedacitos. “Aunque sea así, pero que me la devuelvan”, clamaba ella, Adela Alvarado, Salchicha es su nombre artístico.
Y casi blanco era el rostro de un hombre. Participó en la marcha de 2004. Desde entonces lo han asaltado, lo robaron. Levantó el acta, le dijeron que no era víctima de secuestro exprés, porque no estuvo cautivo el tiempo de ley. “Ellos están libres seguramente, pero yo, yo ya me quedé preso para siempre, estoy en la cárcel de mi propio miedo, de mi angustia, de mi terror”, exclamaba, lloraba, temblaba. Frías sus manos se estrujuban.
Una marcha, la de ayer, cuatro años y muchas vidas, y muchos crímenes, y muchas impunidades después. Algo o mucho fue distinto. Había enojo, irritación, rabia, impotencia. Fue la marcha del hastío.
Una manifestación que rebasó a sus convocantes. Quedaron atrás. Hombres, mujeres, ancianos, jóvenes, niños se fueron uniendo en diversos tramos, y aquéllos quedaron atrás.
Desde las tres de la tarde ya había personas ante la Columna de la Independencia. Ahí estaban las mantas, las fotos, las leyendas. Ahí una anciana terriblemente sola. Jorge Alberto, su hijo, fue secuestrado cuando tenía 18 años, una semana después del plagio, encontraron su cuerpo en el estado de México.
Ahí estaban, esperaban. Y cayó la lluvia, se hizo tormenta. Aguantaron, se empaparon.
Ahí también los mercaderes vendían camisetas, gorras, banderitas, paraguas, moños.
Cuando se fue la lluvia, llegaron los silbidos. “¡Fuera, fuera, fuera!”, gritaban. Querían que se marchara el secretario de Seguridad Pública del DF, Manuel Mondragón, quien en su Harley Davidson se colocó al frente unos segundos, hasta que se tuvo que ir.
“¡Fuera, fuera, fuera!”, gritaron contra reporteros, camarógrafos. El enojo contra todo, contra todos flotaba en el viento húmedo.
A las cinco y media de la tarde empezaron a caminar. Así, porque sí, sin que alguien diera la orden. En la primera línea iban los líderes de agrupaciones organizadoras. Pero a los pocos metros, ya iban adelante decenas de personas. Luego centenares. después, miles.
Avanzaron. En vano, jóvenes voluntarios intentaban recordar a manifestantes que era una marcha silenciosa. Así, por Paseo de la Reforma, y luego en avenida Juárez, y en Madero, volaban los: “¡No más secuestros!”… “¡Sino pueden renuncien!”… “¡Ya basta!”.
A las seis y cuarto entraron los primeros a la Plaza de la Constitución. Ya estaba la multitud. Formaron una valla. Nadie les impedía el paso, pero respetaban las líneas de cal trazadas entre el asta bandera y el inicio de la plancha.
Y ahí en el corazón del país otra vez a esperar. Llegaba poco a poco el río humano, nutría a la blanca mar. Y de ella brotaban como en oleaje los reclamos: “¡Que se vaya Ebrard!”, de un lado, “¡Que se vaya Felipe!”, de otro. “¡Esto no es de partidos!”, nació, creció otro coro. “¡Fuera, fuera!”, corrieron a una mujer que llevaba una capa con frases contra la reforma petrolera y en favor de su líder.
El cielo estaba otra vez cargado de nubes. A las ocho de la noche alguien encendió una vela, luego fueron más. Una voz entonó el Himno Nacional, se le unieron otras. Reunidos estaban los de ropa fina y los de prendas baratas, los del blanco de marca y los del pirata.
Del humano mar se hicieron corrientes que iban a todos lados y a ninguno. Se apretujaban los cuerpos. Crecía el desconcierto.
Fue a las ocho y media cuando estalló el silencio. Un silencio cansado. Luego, el canto de bronce, y el alarido, y se encendieron miles de fuegos. Y renacieron incontenibles los gritos.
Llegó la noche. Halló veladoras en la plaza. La gente volvía a su casa. El miedo también.
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