Esta historia sucedió en 1956. Y de ella fui testigo pues la viví directa y personalmente porque la protagonista era familiar cercana de alguien en la casa. Así es que casi a mis 10 años de edad quedé marcado por un suceso que dio mucho qué hablar por haber trascendido a las páginas de la prensa como noticia sensacionalista para vender papel en abundancia.
Monterrey era entonces una ciudad chiquita y silenciosa. Yo jugaba a las canicas o al trompo en la calle Lucas Alamán (antes 9a. Avenida), donde vivía en la esquina de Miguel Nieto, a una cuadra de Bernardo Reyes, en un cuartucho con mi madre y mi hermano dos años menor que yo. Por entonces las colonias Industrial y Bellavista no contaban con pavimento, de modo que los automóviles se atascaban en el fango cuando llovía, lo cual aprovechábamos los chiquillos del barrio para empujar las pesadas unidades de fierro (y no de plástico o lámina como ahora) a fin de que los automovilistas nos dieran unas monedas y completar los 20 centavos que doña Chole nos cobraba los domingos para ver la televisión que acababa de inaugurar su señal repetidora en 1955 desde el Cerro del Topo Chico, ya que sólo los ricos tenían los primeros aparatos en blanco y negro donde veían “El Llanero Solitario” y al Cachirulo con su Teatro Fantástico.
Uno de esos días interrumpí mi juego callejero y dejé a un lado las canicas o el trompo para atender el llamado de Mario, quien empezaba a acudir a ver a su novia en la misma calle de Lucas Alamán. Me ofrecía unos centavos si le iba a avisar que ya la estaba esperando. Y así se repitieron varias ocasiones en que mi papel de mensajero me ayudaba a completar los 20 centavos que doña Chole nos cobrara para entrar a su casa los domingos en la noche y ver la tele.
Hasta que un día supe que Mario había obtenido permiso para entrar al domicilio de su novia y se acabó la “minita de oro” que representaba para mí su dádiva. Pero más sorpresa para el niño inocente que era yo entonces fue que me invitaran a ayudar como monaguillo en el Templo de Santa María Goretti donde se casarían por la iglesia después de la ceremonia civil a la que acudió todo el vecindario de la calle de Lucas Alamán.
¿Y qué creen que sucedió? Pues que sí hubo boda y yo aparezco con mi vestimenta de acólito al lado de los felices novios. Pero a los pocos días irrumpió en el barrio el grito de un voceador del periódico vespertino de la época profanando el silencio que guardaban con mucha discreción las personas mayores del entorno al enterarse del increíble: “El Tiempo, El Tiempo, trae la noticia de la mujer que se vistió de hombre y engañó a la novia de esta colonia para casarse y luego venderla a un carnicero en la noche nupcial… El Tiempo, El Tiempo…”
El vozarrón del vendedor de periódicos casi leía la entrada completa de la noticia de escándalo. Y recuerdo que cuando mi madre me vio curioseando con los demás chiquillos alrededor de los compradores del diario, de volada me metió a la casa estirándome las orejas. “Mamá, mamá” –le dije–. “Creo que se trata de Mario el que me pagaba para…” Me interrumpió sin consideración.
-Cállese y métase inmediatamente, y no va a salir en toda la tarde –me ordenó con severidad en su mirada y en sus ojos aquella viuda pobre que la hacía de papá y de mamá con un hijo tremendo.
-Mamá, mamá, dejé las canicas y el trompo allá.
-Ni modo, para qué no tiene cuidado de sus cosas –y me reprochó que me siguiera asomando por la ventana hacia el remolino de gente que leía el periódico y cuchicheaba entre sí la noticia.
Sobresaltado, esa noche mi madre me metió a la cama más temprano que de costumbre. Y soñé a un niño con una batería de preguntas que nadie osaba contestar. Ese niño era yo. Era yo amenazado por un zape inclusive de mis tíos o coscorrones de la maestra en la escuela si seguía alimentando el morbo general con mi relato “de adultos”.
Hoy ese niño, en cuerpo de adulto, sigue con la misma batería de preguntas que no encuentran contestación firme. ¿Por qué hay gente que engaña así y echa a perder la vida de otras personas de buena fe?
Hoy, en el 2016, sigo viendo a la anciana que hace 60 años se ilusionó con el amor y sufrió el más duro desengaño por la falsedad de un ser perverso. Un “hombre” chaparrito -lo recuerdo bien-, con su sombrero siempre bien puesto y lampiño por naturaleza, obviamente, al que yo veía muy “enamorado” de su presa cual cazador furtivo.
Y al conjuro de tan malhadado recuerdo, me convenzo por qué siguen teniendo tanto éxito los programas televisivos que inauguró Silvia Pinal con su “Mujer: casos de la vida real” y al que han imitado tantos otros: “La Rosa de Guadalupe” y sobre todo “Lo que callamos las mujeres”. Hay material de sobra. Como el mío de hace 60 años exactamente y que sigue vivo en la memoria de la Colonia Industrial de Monterrey y en una polvorienta página del desaparecido “El Tiempo”.
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