La raza blanca e inclusive muchos latinos de los Estados Unidos desperdiciaron la oportunidad de tener la primera presidenta en su historia y lograron su cometido de inclinar la balanza en las elecciones del 8 de noviembre a favor de un demagogo, populista, lenguasuelta y millonario empresario pero sin ninguna experiencia política como para gobernar como se debe al país más poderoso de la tierra.
Hilary Clinton ni ningún otro candidato tiene una hoja limpia de servicios ni cuenta con la simpatía de todos los electores como para esperar que con una varita mágica le cumpla sus expectativas a todos los ciudadanos. Eso es imposible. Pero al menos la larga trayectoria y el hecho de ser la esposa de un ex presidente le daban una aparente ventaja frente a su opositor, Donald Trump, un personaje atípico, sin un programa formal y muchas propuestas grotescas además de ideas sensacionalistas expuestas con una estridencia aturdidora.
Finalmente, aunque ni sus mismos correligionarios lo apoyaban, se la pasó causando sorpresa tras sorpresa, y finalmente echó por tierra todos los pronósticos, pues comenzó desbaratando los argumentos de verdaderos pesos pesados como Jeb Bush, Marco Rubio o Ted Cruz, que contaban además con el resuelto respaldo del establishment republicano. Muy pocos lo veían imponerse en las primarias del partido de color rojo, y sin embargo carbonizó a sus adversarios, reduciéndolos a cenizas.
La razón es que esa raza blanca compuesta por muchos veteranos de guerra y jubilados descontentos, apoyados por algunas bravas mujeres y latinos bien afincados en la tierra del Tío Sam demostraron, con su voto, el hartazgo de un modelo liberal caracterizado por la desigualdad que le es propia y por el abuso de poder de una clase política que en todo el mundo goza de muy mala fama.
No hay que ir muy lejos para explicar la campaña amenazante xenofóbica y el triunfo de Donald Trump, que de seguro tiene como antecedente la reacción furiosa de los ciudadanos de Grecia contra su gobierno, igual como ocurrió en España desde el 2008, así como el “Brexit” en el Reino Unido o la victoria del “no” al fin de la guerra contra las FARC en Colombia , aunque a la mayoría nos parezca increíble. Como increíble se nos hace la estrepitosa derrota de los grandes medios dominantes en el mundo de la comunicación, así como de los institutos de sondeo y las encuestas de opinión.
La victoria de Trump, pues, vuelve a demostrar que está a punto del derrumbe toda la arquitectura mundial que se impuso después de la Segunda Guerra Mundial. Hay que optar por un cambio de juego y adaptarse a una nueva realidad, y aceptar que la incertidumbre que acompaña ahora a Estados Unidos y al mundo al ver la cara y el rostro de Donald, es un signo de nuestros tiempos.
No seamos ingenuos. Quienes sufren los estragos del liberalismo han hecho su aliada a la democracia para vengarse de las afrentas por las que han pasado y están pasando. Y a pesar de que el sistema electoral que se basa en la mayoría de votos está también en crisis y ha perdido credibilidad, los que se cobijan bajo su manto responden en las urnas con rencor al resentimiento que llevan dentro por la opresión de un sistema que hace más ricos a los ricos y golpea con furia a la clase media olvidándose de los pobres.
La crisis financiera durante el fin de la primera década de este siglo produjo un desencanto entre los menos favorecidos y desde entonces pone a temblar a los mercados con cualquier aspaviento, como ahora con la victoria de Trump, además de provocar formaciones de ultraderecha o de grupos furiosos antisistema ante el desmoronamiento de los partido políticos tradicionales. Pero quién iba a imaginar que Estados Unidos no iba a escarmentar con el Tea Party de 2010 como para curarse en salud de otro ataque similar por parte de un multimillonario empresario que le ha venido a poner un sello revolucionario a su triunfo del 8 de noviembre.
Pocos confiaban en que llegaría a la Casa Blanca en Washington, pero él jamás dudó que, diciendo al oído lo que muchos querían escuchar, se los ganaría con su estilo directo, populachero y su mensaje maniqueo y reduccionista, apelando a los bajos instintos de ciertos sectores de la sociedad, con promesas de ataque a los enemigos reales o imaginarios.
Así es que no dudemos que Donald Trump supo llegar al corazón de los decepcionados del liberalismo económico. A los que tienen tiempo de cargar en su interior el descontento y el desánimo. Su discurso, a base de tripas más que de ideas cerebrales, lo presentó violentamente anti Washington y anti Wall Street para seducir a los poco cultos, si se les quiere llamar así, pero que esta vez han puesto en la palestra lo que puede conseguir la rebelión de las bases, de aquellos que se sienten muy abajo de la pirámide formada en el país primermundista por excelencia del modelo económico que ha exportado a todo el mundo con el nombre de globalización.
Así es que por más que se diga que su campaña de odio no puede tener el éxito que tuvo, queda claro que este “conservador con sentido común”, enfrentó a los poderosos medios informativos como nadie lo había hecho, llamándolos repugnantes, corruptos y deshonestos, y, sin embargo, si no ha sido por estos medios no se difunde la catarata de declaraciones contra todo lo que él detesta en lo social, lo político, lo económico y religioso.
Veremos, ya cómo presidente a partir de enero 20, esos medios le sirven o estorban en su camino para darle con todo en la nariz al neoliberalismo financiero y a la herencia de Barack Obama en el gobierno a fin de construir ahora el edificio del autoritarismo individualista entre aquellos que esperan que cumpla sus promesas, a pesar de lo nauseabundo de su lenguaje y la odiosa e inaceptable conducta de conquistador de mujeres.
Lástima por Hillary Clinton y su sueño de ser la primera mujer presidenta de los Estados Unidos, país que ve lejana otra oportunidad igual, pues no se vislumba en el panorama político alguien como ella, ya no digamos mejor que ella. Y lástima por los que no aceptan que el modelo actual exportado al mundo tiene muchos agujeros por donde se cuela lo peor de la desigualdad y el despotismo de los más pudientes.