Ya había pasado el medio día; después de las clases, el almuerzo, mandar una nota, entre otras cosas, intentaba agarrar valor para lo que seguía, y no me refería solo a la rutina del día.
El niño llegó hasta donde estaba a darme una queja de su hermana y yo solo lo vi, lo cargué, subí a mis piernas y lo abracé.
“¿Por que me haces esto mami?, ¿te duele la cabeza?”, preguntó el chiquillo que a su corta edad ya aprendió a identificar cuando algo me pasa y que además, le extrañó mi
respuesta.
“No papá, nada más quería abrazarte, apriétame fuerte”, le dije, y él obedeció.
¿Cuántas veces hemos sentido que el mejor lugar son sus pequeño bracitos, esos que quizás ni siquiera alcanzan a rodear nuestro cuerpo por completo porque aún son demasiado pequeños pero con la suficiente fortaleza para sostenerte?
¿Cuántas veces hemos notado que la luz de sus ojos ilumina hasta la más negra de nuestras noches?
Esos son algunos de sus poderes, entre muchos otros.
Tomado de La Vida en Bettylandia