Debemos la democracia al crecimiento de la población moderna, una minoría que supone (aunque parezca inocente) que México puede ser un Estado de derecho; que las autoridades deben someterse a la ley y cumplir lo que ofrecieron; que el gobierno está para hacerle los mandatos a la sociedad, y no al revés.
La población moderna se reproduce poco demográficamente, pero se ha multiplicado culturalmente porque la libertad es contagiosa. Además, los viajes ilustran, tanto a los que viajan para conocer como a los que emigran por necesidad. Hace un siglo, había miles de mexicanos con exigencias cívicas. Hoy son millones, y eso inspira confianza en los años que vienen.
Desgraciadamente, la clase política está rezagada frente a la población moderna. No por taras congénitas, como algunos sospechan, sino por razones históricas. En las democracias que funcionan mejor que la nuestra, los políticos no son más inteligentes ni decentes que los mexicanos. La diferencia está en que allá no los dejan hacer de las suyas tan fácilmente. Hay instituciones públicas, asociaciones privadas, instrumentos ciudadanos y medios de comunicación que limitan sus desviaciones, incumplimientos y mentiras. En todos los países hay abusos del poder, pero no en todos hay tanta impunidad de las autoridades y los influyentes.
Todavía falta mucho para tener una red institucional y social que acabe con la impunidad en México, pero han estado apareciendo iniciativas notables, con mayor o menor éxito. El mayor ha estado en las leyes de transparencia, una iniciativa que parecía inocua y por lo mismo fue aprobada por todos los partidos, que ahora intentan lo que pueden para frenar su aplicación.
Una iniciativa reciente, también subestimada, fue el voto nulo: acudir a las urnas y votar en blanco, para manifestar el descontento con todos los partidos. Desconcertó, porque se parece a la abstención; y, para efectos legales, el voto en blanco es un cheque en blanco a favor de los mismos que provocan el repudio. Pero está en un caso parecido al de una iniciativa anterior: las manifestaciones que exigieron seguridad pública. No tuvieron consecuencias legales ni consiguieron su objetivo. La inseguridad empeoró. Sin embargo, las manifestaciones de impotencia pesan por su misma impotencia. Una multitud silenciosa que vota en blanco es tan impresionante como una multitud silenciosa vestida de blanco.
Otra iniciativa notable, también considerada inocua, fue pedir a los candidatos que firmaran sus promesas electorales ante notario. El simbolismo es importante: las promesas se vuelven contratos que deben cumplirse, no propaganda que nadie toma en serio. Y pueden ir más lejos: dar pie para acciones políticas y legales. Los juristas del Observatorio Ciudadano deben ir perfilando desde ahora las acciones legales para demandar por incumplimiento a los que firmaron y no cumplan.
Aunque las demandas no tengan mucho éxito judicial, el mero hecho de tomar en serio las promesas, tendrá consecuencias políticas.
En México, hay obsesión por legislar y volver a legislar; como si reformar la vida nacional consistiera en cambiar la redacción de unos párrafos. Se ignora el hecho elemental de que las leyes que no se cumplen están ahí como si no existieran. ¿De qué sirve legislar penas mayores para el crimen, si los criminales rara vez llegan a la cárcel, y cuando llegan tienen a su servicio a las autoridades carcelarias? Ninguna reforma es más urgente que depurar los poderes públicos, despidiendo o encarcelando a los ineptos, mentirosos, corruptos o abusivos.
Los poderes federales, estatales y municipales no han demostrado capacidad de autodepurarse. Lo mismo ha sucedido con el PAN y el PRD, que desperdiciaron la ventaja competitiva que tenían por ser vistos como más decentes que el PRI. La depuración tiene que hacerse desde afuera. La presión ciudadana debe concentrarse en exigir a las autoridades el cumplimiento de las reglas que ya existen y las promesas que hicieron, no en promover nuevas reglas para ver si las cumplen.
Hay que multiplicar las iniciativas para no dejar impunes los abusos, incumplimientos y mentiras. Más allá del castigo electoral a los partidos cada tres años, hacen falta castigos diarios para los servidores públicos que no sirven.
La Secretaría de la Función Pública ha sido un fraude para efectos prácticos. Hay que suplirla con servicios no gubernamentales dedicados a vigilar, denunciar y fundamentar juicios contra los delincuentes en el poder.
Una teoría simplona supone que los crímenes se explican por la pobreza, como si la impotencia de los pobres los llevara a poder lo que no pueden: superar su desánimo y sus inhibiciones morales, organizarse, adquirir tecnología de punta, desarrollar operaciones internacionales y comprar o intimidar a las autoridades. Los crímenes no se explican por la impotencia, sino por el poder.
Hay que acabar con la impunidad de los delincuentes en el poder.
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