Cuando el 17 de septiembre de 1984 me senté por primera ocasión frente a una máquina de escribir en la redacción del periódico El Porvenir de Monterrey, nunca dudé que haría todo mi esfuerzo para trascender en un oficio que no debería tener ni barreras ni fronteras.
A unos días de recibir, seguramente, el reconocimiento profesional individual más importante de mi vida: a la Excelencia en el Desarrollo Profesional 2013 por parte de la Universidad Autónoma de Nuevo León, me obliga a retroceder en el tiempo, recordar y reconocer a quienes creyeron en mi.
Lamentablemente tres de mis mejores profesores de la Facultad de Ciencias de la Comunicación de la UANL ya fallecieron: muy joven y quien me invitó por vez primera a un diario, Cirilo Loera; el padrino de la generación y viejo lobo de mar, Salvador Pérez Chávez, y el gran formador, no solo de una familia unida, sino de muchos periodistas que éramos sus hijos postizos, Silvino Jaramillo.
Con cada uno tuve la oportunidad de vivir anécdotas. Con el maestro Loera, siendo editor de deportes de Tribuna de Monterrey, publiqué con mi nombre mi primera nota sobre un partido de fútbol americano infantil cuando cursaba el sexto semestre de la carrera.
Jamás olvidaré esa primeriza cobertura de un partido entre los Vaqueros de la Linda Vista y los Búfalos de la Primavera, de la Liga Afaim, y el recorte del periódico todavía lo conservo. Mal haría de haberlo tirado a la basura, en una de esas limpias forzadas de todo periodista.
Al maestro Cirilo Loera, muchas gracias por creer que tenía aptitudes.
Después se apareció por el aula del nuevo complejo de Unidad Mederos, siempre a las prisas, muchas veces ausente y todo un personaje: Salvador Pérez Chávez.
Su cargo como director de comunicación social del gobernador Alfonso Martínez Domínguez era la excusa perfecta para acudir de vez en cuando a pasar lista en la Facultad.
No recuerdo que mis compañeros de carrera recriminaran sus ausencias pues, con las pocas veces que asistió, el maestro desquitó el semestre.
Pérez Chávez aprovechaba su puesto para invitar a sus “polluelos”–así bautizados por él y conocidos por los periodistas de la fuente de gobierno–, para viajar en el autobús de prensa, asistir a giras de Martínez Domínguez y redactar las noticias como prácticas.
Los alumnos que no podían ir, porque la invitación era abierta, se perdían la oportunidad de experimentar el trabajo en vivo de un reportero.
Cuando la carrera estaba por concluir, de aquella generación 1981-1985 turno nocturno, no tuvimos dudas en invitarlo como padrino.
A Salvador Pérez Chávez, mi gratitud por enfrentarme con la realidad.
Desde que comenzó la especialidad de periodismo en el quinto semestre, Silvino Jaramillo se distinguió por la extrema puntualidad. Si no estaba en la Facultad por compromisos académicos anteriores, llegaba a bordo de su inseparable “vocho” mucho antes de la hora de clases.
Sólo faltó cuando murió su amada esposa. Porque no hubo otra excusa, ni climatológica, ni laboral, ni familiar, ni mecánica, que evitara que ese hombre de abultado abdomen, de caminar pausado, de ojos rasgados y voz ronca, pisara el aula a la par de las manecillas del reloj.
Mi gran maestro Silvino, el gran maestro para muchos, cumplió de sobra con su encomienda académica, sobre todo para inyectarnos el virus del periodismo, y para enamorarnos y entregarnos a esta que también era su pasión… y seguramente su desvelo.
Jamás olvidaré que fue gracias a él que entré por vez primera a trabajar en un periódico, cuando me recomendó con Jesús Cantú Escalante, entonces director gerente de El Porvenir.
De esa forma, durante cuatro años compartí la redacción con el profesor Jaramillo. Un año siendo todavía su alumno –que por cierto me reprobó porque llegaba tarde a su clase por cumplir como reportero–, y tres más subiendo al segundo piso por las tardes a saludarlo en su escritorio frente a su vieja máquina.
El 22 de abril de 2012 fue uno de mis días más tristes cuando dejó de existir. Atrás quedaban los días, ya rebasados sus 80 años, cuando nos sentábamos en la sala de su casa para hablar de periodismo; de su natal Valle de Bravo; de su otra pasión: la música, y de sus “alumnos para presumir”, como llamaba a José Celso Garza, Bertha Wario, Elvira Ramos y Lewis Dawson Story, entre otros.
Con perdón de sus hijas, yernos, nueras y nietos, creo que a mi me tenía en otra categoría: me hacía sentir como uno más de sus hijos. Y fue recíproco mi cariño, pues cuando se fue al Cielo ––porque no tengo duda que por su vida ejemplar se ganó el boleto para ese destino–, sentí que se moría mi padre.
A Silvino Jaramillo, todos mis recuerdos por siempre. Algún día retomaremos las charlas con tequila Herradura reposado.
Si la intención de este espacio fue reconocer a aquellos maestros que cincelaron mi perfil como periodista, uno que tiene cuerda de sobra en la Tierra, dando cátedra y sacando humo a las teclas es el profesor José Luis Esquivel.
Aunque no fui de sus agraciados que viajaron con él a Europa como estudiantes, como periodistas estuvimos en Florencia para cubrir el juego de Italia contra México en 1993, y antes fuimos competencia en el Mundial de Futbol de México 1986, él para El Norte y su exalumno enviado de El Porvenir.
Ahora compartimos espacios en Hora Cero. Y los lectores deben saber que en la cátedra y en el periodismo de Nuevo León y de México, el maestro José Luis Esquivel tiene asegurado un lugar en las primeras filas.
Durante 35 años, de la Facultad de Ciencias de la Comunicación han egresado alumnos que más tarde destacaron en los medios de comunicación a nivel local, nacional e internacional. Como también profesionales de la publicidad, la mercadotecnia y relaciones públicas.
Me siento orgulloso de ser ex alumno de la UANL. Y creo ser un modesto ejemplo de que no se necesita institución privada, ni cuotas inalcanzables para una gran mayoría de estudiantes en México con recursos limitados, para destacar con honestidad y ética.
Amé el periodismo desde que empecé a escuchar a mis maestros universitarios, y lo seguiré ejerciendo hasta que una nueva generación nos remplace. Cuando nos toque el turno de pertenecer: “a la vieja guardia”.
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