Se llama Pelé y su alias es Edson Arantes Do Nascimento. Algunos le dan tamaño de divinidad.
Trasciende en la historia como gran futbolista pero también hay que poner atención en otros aspectos de su vida, como el que representó para la cultura del marketing, pues fue el primer jugador franquicia de la historia del futbol.
Luego de vestir casi dos décadas la camiseta del Santos, en 1975 emigró al Cosmos de Nueva York, en la desaparecida National Soccer League (NASL).
En este, que fue su último equipo, estuvo hasta 1977. Sumó, con los neoyorquinos 107 partidos, en tres temporadas y juegos amistosos, para sumar 64 anotaciones. Cada vez que saltaba a la cancha recibía 50 mil dólares que, en ese tiempo, eran una millonada para un crack. Si se le pone atención al escudo de los cosmopolitanos, trae los colores del uniforme de Brasil, como un guiño permanente que se le hizo al de Minas Gerais para que volteara a verlos. A los 37 años, colgó los botines y comenzó a disfrutar de su leyenda.
De su paso por la Gran Manzana abundan, en video, recuentos de sus grandes regates, lances, goles. Sin embargo, me parece que lo que hizo ahí no abona en nada a su ilustre carrera como santón del balompié internacional.
Hay que recordar que aquella NASL fue siempre rupestre, y con un marcado retraso técnico. Los equipos que las conformaban estaban plagados de jugadores colegiales muy poco preparados para el profesionalismo. Se desempeñaban en canchas de los estadios de futbol americano o de beisbol, a veces de pasto sintético, y su desempeño era rudimentario. Me exaspera esa etapa de O Rei, porque parecía jugando entre lisiados, casi abusando de los oponentes. Hacía túneles, jugadas de taquito, recortes de fantasía que provocaban alaridos entre la fanaticada local. Y el mundo se lo celebraba.
No se le puede tomar en serio, al más grande jugador de la historia, cuando se le ve enfrentando a los rivales gringos. Los rubios de movimientos pasmosos, eran driblados una y otra vez por el mago de las gambetas. Pelé, vestido de blanco impecable, con el 10 en el dorso, cascareaba en Estados Unidos. Ese afroamericano había exhibido joyería fina en los mundiales, pero acá se ponía en los dedos sortijas de latón con incrustaciones de plástico que hacía pasar como fina pedrería.
Podía dar mucho más, pero sólo se le demandaban baratijas. Y eso daba. Entraba al área, fintando a tres, cuatro, cinco rivales, rígidos como troncos, antes de vencer al arquero, con vistosas firmas que terminaban en las redes. Caminaba en la cancha, recibía el balón y lo distribuía sin problema. Cuando enfilaba a puerta nadie lo detenía.
Y habría que verlo cuando compartió escenario con Franz Beckenbauer y Carlos Alberto. Por ahí se les unió en algunos juegos Johan Cruyff. Eran como dioses moviendo la pelota entre mortales. Y eso que siempre jugaron a medio gas, sabiendo que su función era ser atractivo de nombre, en las postrimerías de sus carreras.
Desembarcaron en NY como próceres de un deporte al que le dieron realce y en el que fueron entronizados. Y dijeron adiós con un justo retiro dorado, forrados de billetes. No importaba que se presentaran ante espectadores que ni entendían el juego a cabalidad, ni asumían la pasión con la que está acostumbrada la hinchada de otras latitudes de tradición futbolera. El gran justificante es que promocionaban, en el país, ese exótico juego de patadas que se practica en países subdesarrollados, en la parte baja del continente americano.
Claro que Pelé fue un genio. Dudarlo aproxima a la herejía. Pero su magia estuvo siempre con la camisa de la canarinha, con la del club de rayas de Sao Paulo. Los firuletes que hacía con el Cosmos eran de relumbrón, oropelezcos, de escaso valor. Y él lo sabía, pues nunca tuvo real oposición en la cancha. La exigencia para él ahí fue nula, por lo que, jugando para la TV, podía hacer cabriolas que fascinaron, en los estadios, a un público desconocedor.
Para mí, el paso del rey por Nueva York fue solo un incidente menor, que no le agregó ni una sola piedra a su corona.