Citaré al antropólogo brasileño Roberto Da Matta para exponer una de las teorías más seductoras que he escuchado sobre las causas que vuelven atractivo al futbol: el terreno de juego es un espacio donde impera la ley y se consigue el orden que toda sociedad anhela. De alguna forma, la conciencia colectiva se siente atraída hacia un espacio que no se le parece a ningún otro, pues todos los que ahí interactúan son iguales y deben estar sometidos a la normatividad que los empareja, sin privilegios.
Al que obra bien, se le premia con gol, y al que incurre en una falta, se le sanciona. Como dice Mario Vargas Llosa, al abundar sobre los postulados de Da Matta, la pasión que manifiesta el pueblo hacia el juego es, simbólicamente, una ambición profunda y añorada, ajena a la realidad, de encontrar una sociedad igualitaria en la que impere la justicia dentro del rectángulo donde se dirimen los partidos.
Soy de los que le encuentran al juego una explicación mucho más compleja que la de quienes lo miran con desdén, al tildarlo de esparcimiento menor de gente sin capacidad de abstracción, que siguen idiotizados a un montón de tipos semidesnudos que persiguen un balón, y los contemplan desde la tribuna o en el sillón de la casa, embruteciéndose con cerveza. Para mi el futbol es una actividad atlética que se relaciona mucho con la plástica, por la belleza que puede encontrarse en un vals desordenado de deportistas que, pueden sincronizarse, en un número infinito de combinaciones, para hacer obtener una meta común. Reto a cualquier detractor del balón a que le encuentre una mancha a esa pintura renacentista que es el gol de volea, de Marco Van Basten ante la URSS, en Múnich, en la Final de la Euro 88. Pero también le encuentro un sentido social mucho más profundo, como lo han expuesto repetidamente los estudiosos, que señalan que el futbol es un territorio en el que la colectividad construye una realidad en base al orden solidario y al esfuerzo de equipo. Vargas Llosa, citado de nuevo, aventura una tesis que puede ser fácilmente corroborada: en el futbol latino se impone el juego individual y la picardía del delantero, a diferencia del juego europeo, donde triunfa el trabajo orquestado de todos, como lo demuestra Alemania, que carece de gambeteros espectaculares, pero que está lleno de hombres orquesta que se juntan para depositar la redonda en la cabaña enemiga, con insólita precisión.
A más dictadura, mejor futbol, sentencian los clásicos. Los cracks surgen en tierras de tiranos. Parece que una aspiración popular es la de la liberación, que puede conseguirse a través de la práctica del balompié. Es ahí, en esa parcela de césped, o en ese llano pedregoso, donde el individuo es libre. Mientras rueda la pelota, el adulto se vuelve un chiquillo feliz y enjundioso, un niño que se esmera por alcanzar una meta y superar al rival. Hombres circunspectos que durante la semana visten trajes y dan ordenes formales en la oficina, tienen permiso social para convertirse en ese jugador feroz y gritón, que salta, rueda, y pierde la figura reclamándole al árbitro una decisión que ha tomado o que festeja un gol, saltando con alegría desaforada.
Hay quien dice, también, que el futbol es un eco de nuestra naturaleza cazadora de neandertal. Una reverberación evolutiva, que llega de milenios atrás, llama al jugador a perseguir el balón como quien sale a la caza del elefante y lo acosa, hasta encajonarlo y reducirlo. La pelota es como el antílope que debe ser atrapado por los arqueros de la tribu, en un esfuerzo que debe ser de varios, para obtener una meta. Asaeteando al gamo se consigue el gol.
Y, por supuesto, el goce de jugar futbol es incomparable. Por lo general, los que son fanáticos impetuosos son los que alguna vez estuvieron en una cancha y saben el placer inmenso que es recibir la pelota, controlarla y pasarla al compañero. Ni qué decir de tirar a puerta.
No se trata de convencer a nadie. Solo digo que al que no le gusta el futbol, se lo pierde.