Cada día último del año, mientras en las casas se hacen los preparativos para la cena de año nuevo, un grupo de amigos nos reunimos por la mañana para jugar futbol. Lo venimos haciendo así desde hace unos 30 años. El partido es un pretexto para saludarnos y hacer una gran pachanga que dura toda la tarde hasta que nos despedimos, con el compromiso de vernos, de nuevo, hasta el próximo 31 de diciembre.
Siempre observo, con curiosidad, cómo nos transformamos, a la vuelta de un año. Algunos de los amigos ya se fueron, a causa de la edad, las enfermedades o algún evento desafortunado. Pero los que acuden cambian de aspecto, de coche, de estado civil. Elevamos plegarias antes del juego y agradecemos la salud que se nos ha dado para estar, una vez más, en esta cita anual.
Lo que más me gusta de estas reuniones es que coincidimos amigos improbables, ya veteranos, que cruzamos caminos en nuestra remota mocedad, jugando futbol, unos mejor que otros. De otra forma, jamás hubiéramos interactuado porque, más allá del balón que nos iguala y nos da un interés común, somos completos extraños que, sin embargo, nos hemos vuelto compinches con el paso del tiempo. A pesar de los lapsos que dejamos de vernos, mágicamente seguimos conectados por la misma extraña energía que une a los jugadores de un mismo equipo, cuando se organizan para atacar y defender. Parece que la red silenciosa de emociones, que se crea entre los once durante la concentración absoluta que requiere un partido, no se rompe nunca y permanece aún fuera de la cancha, si el conjunto era lo suficientemente compacto.
Uno de los amigos que va, y que siempre fue un gran mediocampista, cada año exhibe una camioneta diferente, siempre flamante. Sigue siendo tan elegante como lo fue en la cancha y se convirtió en un exitoso ingeniero, con maestría. También acude quien, en aquella juventud, era su socio en la delantera, otro gran jugador que, en cambio, ha tenido una vida discreta. Dejó el estudio y se dedicó al empleo fabril, que lleva con dignidad, rodeado de una familia que lo hace feliz.
Y así, otro de los que jugaban también, pero que era un troncazo, se fue a Estados Unidos y regresa cada año para ese partido. Ya habla inglés y nunca superó sus taras con los pies, pero interactúa, perfectamente, con otro que era un recio defensa que, al crecer, tuvo que regresar a su ranchería, en otro estado del país, aunque cada fin de año regresa a saludar a los familiares y acude al duelo ese de los camaradas.
Y así como ellos, muchos otros que habitamos planetas sociales diferentes, coincidimos en equipos de nuestra infancia y juventud y nos hermanamos dese entonces por la misma camisa que defendimos. Igual, disfrutamos recordando aquellas batallas, en las que estábamos en equipos contrarios y luchábamos a muerte, para sacar el resultado. Corriendo en un rectángulo pedregoso, nos identificamos. En torno a la cancha pudimos acercarnos y saludarnos y entendernos, y hacernos amigos, porque la pelota nos unió, le dio pegamento a nuestros sentimientos y nos hizo compañeros de trinchera. Termina el partido de fin de año y si hay empate, decidimos al ganador con penales. Pero el resultado no importa. Lo que realmente vale es volver otra vez a experimentar esa sensación celestial de perseguir un balón, pasarlo o tirar a puerta. Y después, ya en la celebración posterior, ese amigo que lleva una vida modesta, vuelve a ser el rey, como lo fue hace décadas. Y volvemos a admirar sus progresiones en la cancha, en aquella época dorada, y él evoca sus proezas de antaño y se siente pleno, aunque sea por un día.
Me doy cuenta de que, a no ser porque alguna vez estuvimos en el mismo equipo, no hubiéramos sido los amigos que ahora somos. Me veo poco con él y no socializamos, pues la corriente nos llevó a diferentes arroyos. Pero me da un gusto enorme verlo de nuevo y saludarlo en ese encuentro que hacemos para cerrar el año.
Es fascinante cómo el futbol nos ató y cómo, en torno al balón, se borra la demografía y todos volvemos a ser iguales, por lo menos mientras nos dura el hechizo del partido.
El autor es el corresponsal de la Revista Proceso de Nuevo León y escritor de novelas, cuentos y guiones cinematográficos premiados. También escribe una columna de crítica de cine.