Como ha sucedido con miles, millones quizá, de personas foráneas, yo fui adoptado y arropado por Monterrey hace muchos años.
Llegué a la ciudad una mañana de verano en 1988. Como seguramente pasó con muchos, la cortina invisible que forman el calor y la humedad me dio una sofocante bienvenida en cuanto puse un pie afuera de la central camionera. Esa fue la primera de muchas pruebas de resilencia migrante en el requerido pago de derecho de residencia e identidad que demanda Monterrey y su área metropolitana a quienes buscan presente y futuro en sus calles. Mi mudanza a la sultana del norte fue motivada por la posibilidad de estudiar ciencias de la comunicación en la UANL, entonces una de las pocas -y prestigiadas- universidades públicas que ofrecían la carrera. Como ha pasado y sigue pasando, la generosidad de la universidad le sigue dando a muchos de sus estudiantes como nos la dio a mi y a mi hermana mayor, la oportunidad de ser la primera generación de profesionistas en la familia.Ya instalado en una casa de asistencia ubicada muy cerca del templo de la Purísima fui descubriendo la ciudad y su identidad acordeonera en cada viaje a bordo de la ruta República, desde Juárez y Matamoros hasta la solitaria parada de autobús en el entonces semi-habitado Del Paseo Residencial.
Uno de los primeros fenómenos sociales que me sorprendieron ocurría cada mediodía, cuando fielmente la mayoría de las televisiones sintonizaban el canal 12 para escuchar a Roberto Hernández Jr. predicar a la feligresía regia sobre la que ya era entonces una religión local con un diablo, un demonio y dos catedrales a las que cada 15 días se asistía para adorar al propio y maldecir al ajeno, en esa cautivadora dicotomía del deporte, exacerbada al límite con los mensajes a veces incendiarios del gran pastor de la televisión, también migrante adoptado por la capital neolonesa. Mientras los sermones hinchaban los corazones de la tribuna, en la cancha aquellos fueron tiempos de purgatorio e infierno para los equipos locales, que de cuando en cuando se colaban en transmisiones estelares y daban emotivos partidos de liguilla, pero en esencia pasaban desapercibidos más allá de las grutas de García, Apodaca y Santiago. El universo futbolero regiomontano era muy pequeño entonces.
Como buen estudiante foráneo, las oportunidades de conocer los estadios de futbol de la ciudad llegaron como solo podían llegar: de a gratis. Al universitario entré en un partido de pretemporada contra los correcaminos, y al tecnológico accedí por invitación de un vecino de departamento al que le cancelaron de última hora. Irónicamente, mi vida académica me llevó a vivir a dos cuadras del hoy desaparecido estadio de la pandilla, cuyos cohetones me avisaban en día de partido del marcador. En 1993, ya graduado de la carrera, especializado en periodismo y trabajando en la sección deportiva del entonces Diario de Monterrey, se me asignó la cobertura del exterior en el estadio Tecnológico en el juego de la final de Rayados contra el Atlante. Gracias a la generosidad de un empleado del Tecnológico de Monterrey, pude sentir desde la azotea del teatro Luis Elizondo la energía de la que desde entonces fue llamada “la mejor afición de México” por su comportamiento ejemplar, especialmente al finalizar el partido que le dio el campeonato al equipo visitante. Paradójicamente y con los años, esos que le arrebataron la gloria a la ciudad terminaron siendo locales con el regreso escalonado y bipolar de Ricardo Lavolpe, Luis Miguel Salvador, José Guadalupe Cruz, Roberto Andrade, Miguel Herrera y Daniel Guzmán.
Los años pasaron, dejé Monterrey y gracias a las nuevas tecnologías combinadas con la nostalgia de la juventud evaporándose me fui reconectando en el futbol regio. Para mi sorpresa, el reencuentro me recibió con un Monterrey campeonando en liga y en Concacaf gracias a la magia de Suazo, De Nigris, Franco y Arellano. Recuerdo cuando se especulaba de la llegada a Tigres del espigado y habilidoso centrocampista Argentino Lucas Lobos, y se anunció la contratación de Ricardo Ferretti. Hoy, en otro país sigo siendo foráneo, pero ya no estoy solo como al llegar a Monterrey en 1988; cuando vives en el extranjero, el club de futbol tiene otro significado al traer a la sala de tu casa la patria ausente, en especial para los hijos que solo saben de México porque allá nacieron. Acá, a lo lejos, el futbol regio es identidad que se sazona con carnita asada, se alegra con los Invasores de Nuevo León y se luce con orgullo por las calles mostrando los colores en cachucha y bufanda del club.
Tigres y rayados como clubes de varonil y femenil son historias de progreso muy a la regiomontana. Resilencia, visión, tenacidad, inversión, empuje, pasión, éxito. Y como los foráneos que llegamos a la sultana a buscar futuro, los equipos regios pagaron ya el derecho de piso que se cobra para ganarte un lugar en la mesa grande, de la que nadie, ni a ellos ni a nosotros, nos van a quitar tan fácil.
Horacio Nájera es Licenciado en Ciencias de la Comunicación por la UANL y cuenta con maestrías en las Universidades de Toronto y York. Acumula 30 años de experiencia en periodismo y ha sido premiado en Estados Unidos y Canadá. Coautor de dos libros.
@Najera13