Siempre me he considerado un aficionado al futbol que no tiene tatuado el nombre de un equipo. Igual iba a ver a Rayados al Tecnológico que voy a su nuevo y moderno estadio -club por quien tengo inclinación-, que a Tigres en el vetusto Estadio Universitario.
Antes, allá por los años setenta cuando era niño y entrando por la puerta de la adolescencia, era fiel a los Millonarios o Cremas del América porque era al único equipo que veía con mis hermanos en un televisor blanco y negro en Matamoros, Tamaulipas.
Recuerdo bajo los tres palos blancos a Francisco Castrejón y a Rafael Puente, y años después a Nestor Verderi y Héctor Miguel Zelada, argentinos los dos últimos. Y la llegada de Dirceu, estelar de la selección brasileña en el Mundial de Argentina 98. Una de las más grandes contrataciones en la historia del club azulcrema.
Cuando me vine a Monterrey a estudiar a la UANL en 1981, mi pasión por el América se fue diluyendo. Atrás se quedaron las burlas en la familia que me provocaba el llano cuando el equipo de mis amores perdía.
Quiero pensar que le fui a Tigres durante mis cuatro años de carrera de comunicación, hasta que un día empecé a ser jefe de la sección deportiva de El Diario de Monterrey, ubicado en avenida Garza Sada, muy cerca del estadio Tecnológico, casa de los Rayados.
¿Y cuándo cambié mi gusto de Tigres por Rayados? Seguramente en 1990 cuando conocí al portero titular del Monterrey, Gustavo Adolfo Moriconi, llegado de Independiente de Avellaneda.
Aunque solamente vistió dos temporadas largas el uniforme de Rayados, nació una amistad que hasta la fecha perdura cuando nos fuimos al Mundial de Italia 90 como enviados especiales de Multimedios, en la primera cobertura internacional de envergadura de esa compañía.
Sin embargo a mi los Tigres no me causan ronchas o son impronunciables en reuniones de amigos. Menos burlas cuando pierden. Recuerdo que entre 1996 y 2006 acudía a CU a ver jugar al Tigres con boletos de cortesía (¿a quién le dan pan que llore?), acompañado por mi hija Andrea que iba solo a comer pizzas y tomar refresco. El juego poco le importaba.
Era una ida al futbol de padres e hijos que hasta la fecha existe, queriendo forzarles en muchos, no en todos, el gusto a una edad donde el interés por el futbol es poco o nada.
Pero esas idas al estadio de Tigres, con el paso del tiempo, llevaron a Andrea a acudir semana a semana como fotógrafa profesional a nivel de cancha para Hora Cero y la agencia Imago7, la oficial de la Liga Mx. ¿Quién lo iba a decir? Sólo que mientras trabaja no puede comer ni pizzas ni ingerir una Coca-Cola bien fría.
Ahora que se jugará la final femenil entre Tigres y Rayados quisiera ir al menos a un partido. Pero me conformaré con verlos por televisión porque la ida y la vuelta se empalman con mis vacaciones decembrinas.
Que siga creciendo el futbol femenil y ¡suerte, que gane el mejor equipo!