Siempre he sido ciudadano de infantería. Nunca aprendí a manejar un auto. Pocas veces lo lamento porque veo cómo han sufrido quienes tienen un vehículo.
Que si placas, que si refrendos, que si cambio de aceite, que si gasolina cara, que si los baches, que si tronó la transmisión, que si el embotellamiento, que si el estacionamiento, que si se rajó la llanta… La vida es de por sí estresante como para añadirle también una mortificación mecánica.
Además, eso de coordinar espejeo, volante, cambios y pedales, exige tanta atención que no repara uno los pequeños detalles del camino, esos que lo hacen siempre único. Y creo que siempre debemos darle espacio al asombro cotidiano.
Mis viajes en camión eran así, asombrosos: cosas, casas, gente, árboles, basura, perros, alambrados, gatos, escombro, pájaros, flores… Es un poco rentar un palco móvil. Desde la ventanilla se puede ver cómo pasa la ciudad. Incluso en la noche, la oscuridad y el alumbrado tuerto hacen una combinación perfecta: los ojos de un gato que asecha. Así hasta que uno jala el cordón del timbre, baja, y pone los pies en el escenario. Entonces empezamos a protagonizar el drama.
Hace años, ese asombro se incrementó muchísimo. Se inauguraba la Línea Uno del Metro de Monterrey. La perspectiva era distinta. Ver las casas y los edificios desde arriba era novedoso. Un voyerismo sin sentido pero a veces hasta hipnótico. Muchas veces recorrí la línea de extremo a extremo, de día y de noche. El palco fue gayola.
Pero al asombro del nada respetable mirón se sumó la sorpresa de atravesar la ciudad en tan poco tiempo. La Línea Dos añadió luego la dimensión subterránea. El inframundo de la ciudad. Nada qué ver sino la oscuridad secreta, el telón caído.
Ahora tengo la necesidad de subir al Metro, sobre todo a la Línea Tres, en realidad una extensión de la Línea Dos que envejeció antes de nacer. Tal vez sea mi propia vejez, o mi reclusión doméstica que inició mucho antes del Covid, pero ya poco veo por la ventanilla. En el camión me incomoda la cercanía, así que pienso, organizo ideas, planifico actividades.
En el Metro, con mejor distancia, veo a la gente, imagino de dónde vienen y adónde van, trato de adivinar en qué estación bajarán, les invento una historia o cómo interactuarían unos con otros… ¡Lo que sea menos estar, como casi todos ellos, cautivo de la pantalla un celular! De veras, es divertido.
Así llegó esta semana prenavideña, y todos los medios informaron que el gobernador García nos va a construir dos líneas más en el sistema Metro. Me da gusto por los que ya se sienten beneficiados. Aunque la verdad no siento mucho entusiasmo. Sólo de recordar cómo se eternizó la Línea Tres me desanima. Además, no tengo a qué ir a Santa Catarina o a Mederos; y dentro de poco, a ninguna parte.
Yo no sé si el Gobernador ya tenga asegurados los recursos para construir esas líneas, que no será barata como no lo han sido las otras. Quiero suponer que sí… aunque también lo supuse con su antecesor, y sonó más bofo que un guaje. Lo que me incomoda un poco es que se anuncie una obra de esa dimensión cuando las líneas que ya operan lo hacen en calidad de ruinas romanas.
No invento, y ya lo he comentado. No hace mucho me lamentaba de la tortura que significa para un viejo como yo abordar y descender de esos trenes, especialmente en la estación Zaragoza. Escaleras eléctricas que no siempre funcionan ni dan opciones de ascenso y descenso; elevadores que nunca funcionan; escaleras fijas que en un par de meses lo dejarán a uno muerto de un infarto o bien entrenado para escalar el Everest.
Pero esto es sólo un detalle de este escenario devastador. Lo normal son checadores que no funcionan o funcionan mal, dispensadores de boletos que también, tornillos de acceso bloqueados, anuncios de estación que nos avisan la próxima estación de la próxima estación, y a veces una de ¡otra línea! Y no pocas veces, música ambiental con repulsivo reguetón.
De veras me alegro que a los vecinos de un amplio sector del área metropolitana les construyan un par de líneas del Metro. Ahorrarán mucho tiempo, y disfrutarán de paisajes interesantes. Pero si esas nuevas líneas van a funcionar como que ya operan, ¡prepárense a sufrir!
Vayan imaginando de una buena vez que sobre el nombre de cada nueva estación estará el mismo letrero que se adivina en el umbral de cada estación de las líneas Uno, Dos y Tres: “Abandonad toda esperanza, quienes aquí entráis”. No son bocas ni círculos del infierno de Dante, pero dantescas sí que lo son, lo aseguro.
Y bueno, en verdad extraño aquel asombro de mis viajes en el transporte urbano. Su ausencia está en mis ojos.
Debe ser porque los viejos no nos vamos quedando ciegos, sino que empezamos a ver más claramente hacia adentro, hacia esa pequeña eternidad que somos y que para viajar ya no necesita abordar un adefesio de Metro como el que padecemos. Además, qué ofrece la ciudad para que valga la pena explorarla. A los viejos, nada.