Leí el libro Tarjeta Roja, del periodista Ken Bensinger, que documenta los escándalos de corrupción que fueron descubiertos al interior de la Federación Internacional de Futbol Asociación (FIFA). Como aficionado, la lectura me hizo sentir tonto. No me había dado cuenta, hasta ahora, de la forma tan grotesca en que he sido manipulado, sin darme cuenta. El organismo es manejado por tipos ricachones, que exprimen, a través de la ilusión, a los pobres de todo el orbe.
El texto sobre la teoría de este enorme complot, puntualmente documentado con actas de tribunales, propone, más o menos, que los aficionados somos unos enajenados, que consumimos todas y cada una de las mercancías que nos ofrecen a precio de oro. Sin preguntar, vamos y adquirimos la nueva playera de nuestro equipo, pagamos las transmisiones en los canales de exclusividad, adquirimos los boletos de los juegos, consumimos en las cantinas las cervezas que los patrocinan y hacemos favorita la loción con la que se perfuma nuestro ídolo.
En este interesantísimo relato periodístico con estilo de novela, publicado en el 2018, Bensinger me reveló cómo funciona el desfalco corporativo que el mundo conoció como FIFAgate y que llevó a juicio a numerosos directivos. Para empezar, ahora ya sé que el dinero que han sustraído los comandantes de la FIFA, se lo han robado a la niñez de todo el mundo, como si hubieran metido las manos en las alcancías de todos los chiquitines. La lógica de este hurto es bastante sencilla: el organismo, en sus estatutos, señala que una parte de sus ingresos debe ir a parar al desarrollo de comunidades necesitadas. Estos programas incluyen actividades deportivas, entregas de zapatos de futbol y balones, creación de canchas, formación de jugadoras, impulso a los torneos juveniles. Lastimosamente, entre más dinero se destina a la corrupción, menos va a parar a quienes realmente lo aprovecharían. De esos ríos de dólares que fluyen entre paraísos fiscales, a los chicos les tocan migajas que caen de la mesa.
Otro de los aspectos que más me impresionó del libro es el enorme fraude que lleva por nombre Copa Oro. Me di de topes en la pared al entender que ese minitorneo de Concacaf, en su formato moderno, fue un invento del fallecido Chuck Blazaer, quien fuera secretario general de la Confederación.
Blazer, quien debe estar ardiendo en el infierno de los corruptos, inventó ese minitorneito, con forma de pequeña copa del mundo en el área del norte Centroamérica y el caribe, para capitalizar la rivalidad que hay entre México y Estados Unidos. Las demás selecciones, aunque levanten el trofeo, están de adorno, porque la verdadera mina de oro que explotan está entre los aficionados de esas dos naciones vecinas. Las verdaderas ganancias en los torneos internacionales se encuentran en las transmisiones y los patrocinios. Y en la exitosa Copa de Oro hay mucha difusión y participación de marcas, lo que genera carretadas de dólares que van a parar a las cuentas de los organizadores. Los contratos ahí, por supuesto, son otorgados sin licitación entre los mafiosos.
¿La Copa América? También entra en el intercambio de sucias fortunas, pues los jefes de las Confederaciones y de las asociaciones de cada país deben recibir sus respectivos sobornos para enviar a sus mejores equipos, dice Bensinger. Si no les llega la respectiva tajada, se negarán a enviar a sus estrellas a la popularísima justa continental.
En el colmo, el periodista comprobó que el Mundial del 2018 se jugó en Rusia, porque Catar decidió esperar cuatro años más debido a que el presidente Vladimir Putin, permitió a los magnates cataríes explotar yacimientos de gas en territorio ruso. Hasta allá llega el poder del balón, con todo y las afectaciones a las economías de los países que eso implica.
Después de leer Tarjeta Roja finalmente entendí que la corrupción en la FIFA también me afecta. Sentí que los dirigentes del futbol federado me habían ultrajado por décadas, sin darme cuenta. Desde niño he jugado futbol en ligas coloniales que, por supuesto, tributan cuotas a organismos nacionales que a su vez ceban las cuentas de la oficina que está en Zurich.
No dejo de ser aficionado, pero el libro me hizo entender que la ilusión que me provocan los partidos de futbol, las competencias locales e internacionales de mis equipos, están asentadas en un enorme entramado de deshonestidad, hecho por personas que carecen de escrúpulo y que viven como reyes a costa de las emociones nobles de la inmensa base de seguidores del balón en el planeta.
Las revelaciones de este valiente periodista son dolorosas. Lo sé. Pero espero, como él, que la FIFA se reforme. Pero el cambio tiene que iniciar desde adentro y debe ser abanderado por un directivo inmaculado que realmente ame el futbol y lo maneje con rectitud.