Mi hija Andrea siempre ha estado enamorada, por su estilo de juego y no dudo que hasta por el físico, del tenista español Rafael Nadal. Yo, para darle contra, comulgo con el suizo Roger Federer. Pero del serbio Novak Djokovic nos divertían las imitaciones en la cancha, antes de ser el número uno del mundo.
Y mientras Andrea crecía gustándole el tenis sin agarrar una raqueta y sin sudar una gota sobre césped o superficie dura -porque solo lo ha practicado frente a la televisión con el control del Wii-, Nadal ganaba torneos de Grand Slam y poco a poco superaba a Federer.
De repente apareció un flacucho jugador serbio de apellido raro: Djokovic. Quiero recordar que alguna vez le platiqué a Andrea que ese jugador había tenido una infancia con olor a guerra en Los Balcanes, donde los serbios fueron los malos de la película al separarse la ex Yugoslavia.
El conflicto armado empezó en 1991 y terminó en 1995. O sea la edad que tuvo Novak o Nole como se le conoce de apodo, fue de los seis a los diez años. Y aunque las trincheras no fueron cavadas en los barrios de Belgrado, capital serbia donde nació, no debió ser una infancia normal para un niño.
En el mundo los serbios eran considerados como asesinos de niños, jóvenes y ancianos; violadores de mujeres de cualquier edad, y sus tanques y artillería asediaron enteras poblaciones de Bosnia Herzegovina y Croacia.
Jefes militares serbios fueron encarcelados y sentenciados a muerte en el Tribunal Internacional de La Haya por crímenes de lesa humanidad (son delitos considerados como atroces y de carácter humano, que forman parte de un ataque generalizado o sistemático contra la población civil).
Muchos años después el mundo fue sometido por una nueva guerra: la pandemia que ha cobrado millones de víctimas que no debieron morir por un virus. Y la vacuna ha sido la única estrategia para vencer al enemigo invisible.
Por eso puedo entender a aquel niño serbio de Belgrado que quedó tramado por la pésima imagen ante el mundo de su nación, o por la muerte de familiares en manos de croatas o musulmanes bosnios.
Pero no entiendo a un adulto de 34 años que desafiando a la ciencia médica y exponiendo la salud del público, organizadores, voluntarios y de otros jugadores, se aferre y quiera defenderse de lo indefendible.
Pobre él, pobre el mundo y peor, pobres los antivacunas y negacionistas que lo apoyaron para ser admitido en el Abierto de Australia. Hasta parece el guión de una película. Pobre humanidad.