Ya he comentado alguna vez que fui un lector precoz de la Biblia. Creo que la haya inspirado o no Dios,
es un excelente texto de aventuras. Hay de todo: misterio, intriga, batallas épicas, terror, comedia, superpoderes, magia, poesía… Un estímulo intenso para la imaginación y, por supuesto, para la fe. Porque hay ocasiones en que hay que tener mucha fe para aceptar sin horrorizarse algunos de esos relatos. El Dios bueno no era particularmente bueno con quienes no creían en Él. De hecho, era bastante cruel y a veces con tintes sicópatas.
Hay una historia que se consigna en uno de los libros del juez/profeta Samuel. Cuenta que los filisteos (“pelesets”), pueblo de origen marinero asentado junto a la tierra donde se instalarían los hebreos, vivían (y morían) peleando continuamente con los hebreos. Si consideramos que de aquellos pelesets salió el nombre y la ascendencia de Palestina, eso de pelear con los hebreos, y viceversa, parece ser parte de la carga genética.
En una de sus incursiones, los filisteos se robaron el Arca de la Alianza. Como no había a la mano ningún “Indiana” Jones para recuperarla, Dios tuvo que entrar al quite. Primero les mandó a los sacrílegos una plaga de ratones, que acabó diezmando su comida. Como no soltaron el Arca, Dios les maldijo con una epidemia de hemorroides. No sé si fue realmente una maldición como tal, o por el estrés de estar inundados de ratones, o que la escasez de alimentos los tenía estreñidos, el hecho es que me pareció un episodio bastante divertido. Por lo menos en esta ocasión Dios no arrasó con los primogénitos, que ya es ganancia. Y sí, los filisteos regresaron el Arca, con la ofrenda de unos ratoncillos y unas hemorroides de oro (que no imagino cómo serían esos tumorcillos áureos).
Aunque a veces pienso que ese episodio fue un poco maquillado para atenuar hechos más graves, o incluso la dimensión y naturaleza de aquella epidemia, y así convertirla de terrible a ridícula. Supongo que entonces, como hoy, esas cosas tenían qué ver con la comunicación social, y la verdad tenía que estar matizada por el impacto que en ese momento se quería conseguir. Samuel, recién erigido en gobernante de Israel tras la muerte de Elí “El gordo”, y aunque era levita, empezaría a perfilar así la efigie de un nuevo nuevo León de Judá (a la postre, David).
Para este Samuel que gobierna este nuevo Nuevo León, las cosas son más difíciles. Nuestra epidemia local no son vergonzosas hemorroides sino la versión ranchera de una pandemia. Durante dos años aguantamos los sermones depresivos del doctor De La O, algo mucho peor que el propio Covid-19. Nadie me quita de la cabeza que si el SARS CoV-2 cedió fue por agotamiento y no por las estrategias semafóricas de Salud estatal. Y nadie me quita de la cabeza que si regresó con más bríos fue por el exceso de confianza (oficial y pública) en una reactivación social que sucedió en el peor momento: ¡las fiestas decembrinas! Y para acabarla de arruinar, con la reapertura de la frontera con Estados Unidos, un país donde a pesar de tener vacunas a pasto, la cepa Ómicron se refocila infectando a la gringada. No se necesita ser epidemiólogo para saber las consecuencias.
Cuando un par de médicos me dijeron que existe la presunción de que estoy infectado por Covid-19, sepa Dios de cuál cepa, casi me enojo. De inmediato pensé: ¿de qué sirve ensañarme con esas almas plácidas que han transitado por el florido sendero de la indolencia, la irresponsabilidad, el narcisismo y la desinformación? ¡Felices almas cándidas! Además, nuestro profeta/juez/gobernador, también tribal, mantiene la reapertura incluso en escuelas, los aforos, la movilidad ahora escalonada e igual de saturada, las restricciones básicas, y las condiciones mínimas de convivencia. La estrategia estatal contra esta nueva ola de Covid es bastante estable, ni se siente. Alarman las estadísticas, pero tranquilizan las medidas adoptadas… lo que debería alarmarnos más.
En todo esto, también se matiza prestidigitando con la comunicación social. De distintas fuentes han cundido las ideas de que: la cepa Ómicron es más virulenta pero menos peligrosa, que parece más una gripa, que apenas afecta a los pulmones, que durará poco tiempo, que será la última importante… y así. La seriedad de la estrategia oficial, o la falta de seriedad, está ya infectada con matices que minimizan a esta variante viral. Se nos olvidó muy pronto que los mexicanos ya cargamos con epidemias vigentes desde hace años, como la obesidad, la hipertensión, la diabetes… y que esos son factores los que hasta con una gripa nos pueden mandar al hospital.
Desde mi confinamiento preventivo por sospechosismo médico, sólo me queda el consuelo de que durante dos años fui lo suficientemente sensato como para sí tomar esto en serio, ignorar noticias contradictorias y hemorroides conspirativas, protegerme, aislarme, conformarme con recordar a la gente que quiero, aceptar las vacunas, y así no me infecté. En otras palabras, tuve qué inventar mi propia estrategia. Finalmente no salí de casa por gusto, sino por necesidad. Si estoy contagiado, la infección no parece progresar, así que las posibilidades de agravarme se ven muy lejanas por ahora. El confinamiento parecería excesivo, pero en este caso ninguna precaución lo es.
No tengo suficientes elementos para comprender si la estrategia oficial en el estado es la adecuada. No lo creo. En ninguna parte del mundo alguna estrategia lo ha sido del todo, y esta “nueva ola” lo demuestra. Así que, frente a la aparente incapacidad humana por detener esta probadita del Apocalipsis, a veces pienso que esto podría ser la revancha del dios sicópata del Antiguo Testamento porque le hemos robado su identidad. Tal vez sea conveniente regresársela, antes de que nos pida también SARS CoV-2 de oro como ofrenda, o peor: ¡hemorroides!