Aunque México tiene una gran tradición de futbol, y su práctica sea la más extendida por todo el país, hay una enorme y decepcionante escasez de méritos obtenidos en competencias internacionales. El país no es competitivo y su desempeño es, mayormente, fracasado a causa de un complejo de inferioridad que muchos atribuyen a la Conquista de los españoles y, otros más, simplemente a la desnutrición. Los románticos, que buscan argumentos entre las rosas, los arcoiris y las nubes, alegan, como causa de los descalabros repetidos, que a la raza de bronce siempre le ha faltado vocación de grandeza.
Pero no siempre la fortuna le ha dado el descolón a los mexicanos en los deportes de conjunto, que es en los que más batalla. En las olimpiadas veraniegas del 2012, México se convirtió en coloso improbable y obtuvo la medalla de oro en la disciplina de futbol, precisamente en Inglaterra, país donde fue inventado el juego de las patadas. Y le arrebató el honor a Brasil, país convertido históricamente, en el mayor de los titanes que, cada año y en cada competencia dan vuelta a la última curva, enfilándose a la meta como amplios favoritos.
El héroe tricolor fue un joven nacido en un ejido de Torreón, Coahuila, conocido como Oribe Peralta, que tuvo dos carreras a lo largo de sus casi dos décadas de jugador activo. No era un chaval, como se supone de los chicos que van a las olimpiadas. Por reglamento la base del equipo en esa justa es de menores de 23 años, con tres refuerzos de cualquier edad. En la cita de Londres, Oribe era uno de los vejestorios. Tuvo que dar un gran salto para subir al barco mexicano que ya zarpaba hacia Southampton, debido a que la máxima estrella de aquel tiempo, Javier Hernández, no recibió aval de su equipo, el Manchester United para que representara a su país. La negativa al Chicharito fue providencial, porque el lagunero tuvo la oportunidad de convertirse a los 27 años en el gestor de la más grande epopeya futbolera que ha vivido México.
A esa edad, la mayoría de los jugadores se encuentran en un punto de madurez óptima. Para entonces, la mayoría o están consagrados o sirven como oficinistas en la cancha, que ayudan a que otros brillen. Peralta tenía la carrera estancada o, peor dicho, de ascenso pasmoso. Ya tenía un recorrido importante por el circuito nacional, pero no había conseguido el protagonismo obligado del matón del área. En esa época, el principal referente hacia su persona era su rostro desagraciado. En un tiempo de vanidades forzadas por la hiper conectividad, brillaba en redes un adonis portugués que firmaba como CR7, y que marcaba tendencias de moda y apostura. La apariencia era un factor de popularidad. Al atacante nacional, la esperanza de la patria, se le conocía como El Horrible. Otros con ternura, le decían Cepillo, por su cabello de púas.
Ya había pasado por equipos como Morelia, Monterrey, Guadalajara, Santos, Jaguares, hasta el León en la división de ascenso. Había tenido algunas convocatorias en la selección mayor. Para el 2011 comenzó a llamar la atención del balompié nacional. Ya habían transcurrieron ocho largos años desde su lejano debut y apenas concitaba algún os elogios mesurados sobre su florecimiento tardío. Ese año fue campeón en los Juegos Panamericanos, y fue goleador de la justa y se le consideró el mejor atacante de la Liga. Y fue campeón con Santos en el Clausura 2012. Vaya, el veterano estaba dejando el bordón y rejuvenecía, para tener una segunda vida deportiva.
El Flaco Tena, entonces entrenador del Tri, lo convocó para las olimpiadas británicas. Y su tarde de gloria ocurrió ante 90 mil almas reunidas en Wembley, la catedral del futbol, donde marcó el doblete que le selló la visa a la inmortalidad. Con la playera número 9, a los 28 segundos de partido, Peralta ya movía el marcador, con un derechazo rasante, a primer palo, que venció al arquero Gabriel. Fue el tanto más rápido en la historia de las finales de la competencia. Luego al 75, Marco Fabian cobró una falta por la derecha, en el callejón del área. Oribe hace un movimiento de pizarrón y, de estar detrás de la olla, prácticamente escondido, hace un recorrido y, en un segundo se posiciona sobre el centro del área y queda sin marca. El balón le llegó templado, justo a la cabeza, como si le hubieran entregado suavemente un peluche en San Valentín.
Lo que hizo el ariete nacional fue decirle no, a la esférica y la colocó abajo, inalcanzable a la derecha del golero carioca, que no pudo reaccionar a tiempo. Brasil descontó en la compensación y al final quedó en el almanaque el sufrido 2-1, que le dio gloria a todo el país.
Peralta luego se catapultó, en una efervescencia tardía, como si hubiera resucitado, luego de una carrera inicial gris y sin lustre. Todavía le alcanzaron las vitaminas para obtener, en su mejor nivel, otras dos ligas con América y una convocatoria para el mundial de Brasil 2014 donde tuvo oportunidad de marcar. Lo último que hizo fue en Chivas, aunque el físico ya no le dio para más, y fue cortado.
Ahora, en este invierno tardío de enero Peralta cuelga los tacos en buena hora. Nunca fue espectacular, ni fue de los que vendió muchas camisas, pero a diferencia de muchos otros figurines con mayor popularidad, respondió cuando se necesitaba y se agrandó en la hora cero, en ese irrepetible momento de la verdad en Wembley.