El primer mundial de futbol con México participando del que tengo una memoria más o menos clara es el de 1986. Como a millones nos ocurrió en ese año, la expectativa de ser la sede y contar con uno de los mejores goleadores del mundo me llenó de ilusión. El análisis especializado nos contagió de esperanza, especialmente después de que se avanzó a la siguiente ronda con ese maravilloso gol de Manuel Negrete contra Bulgaria.
Tengo muy vívido un momento después de la eliminación contra Alemania en Monterrey; al terminar el partido, el comentarista deportivo Juan Dosal dijo algo más o menos así: “de nada sirve que tengas un engrane de oro si no embona en el resto de la maquinaria”, refiriéndose al pobre desempeño de Hugo Sánchez en el torneo, donde solo anotó en una ocasión, y México se quedó en las mismas.
“Es preciso que todo cambie para que todo siga igual”, escribió el italiano Giuseppe Tomasi di Lampedusa en su famosa novela “El Gatopardo”, publicada en 1959. Desde entonces, esa frase ha sido adoptada y adaptada para ilustrar -especialmente en el inframundo de la política- el manejo perverso de la mediocridad que se disfraza de progreso. Desde 1986, las cosas han cambiado en el futbol mexicano, pero nada ha cambiado para el futbol mexicano en los mundiales.
En ese gatopardismo deportivo en el que la obsesión nacional sigue siendo el quinto partido, las cuentas alegres de los entusiastas aseguran que el nivel del tricolor cada vez se está más cerca cuando la realidad muestra que se llega a donde siempre. Cada cuatro años, la maquinaria mediática centralista arenga y promueve las virtudes de los jugadores convocados -siempre y cuando no sean naturalizados- y destacan que, ahora sí, con esta gran generación se va a lograr lo histórico.
El ciclo mundialista se inicia con partidos de preparación, muchos, en los que generalmente los resultados alientan le esperanza nacional de que viene lo mejor. La cosa comienza a cambiar cuando arranca la eliminatoria, que cada vez se pone más cerrada desde que los países de la zona, especialmente los norteamericanos, han dado pasos lentos, pero muy seguros, en su desarrollo futbolero.
Ya con la cosa brava, los analistas lanzan mensajes cruzados, unos critican y otros confían en que se llegará al mundial como sea. Algunos destrozan a los jugadores y otros despedazan al técnico en turno. Si las cosas no mejoran, se cambia al entrenador y algunos seleccionados, y volvemos a empezar, para que nada cambie.
A Hugol le siguieron Rafael Márquez, Andrés Guardado, Pavel Pardo, Carlos Vela, Giovani Dos Santos, Edson Álvarez y varios jugadores más tienen o han tenido la oportunidad de jugar en Europa. Algunos con brillantes carreras como Márquez y otros de penoso andar como JJ Macías. Hasta ahora, ninguno de ellos, ni Menotti, ni LaVolpe, ni Vucetich, ni Osorio, y parece que ni Martino, van a lograr el añorado quinto partido. Algo ha pasado dentro del vestidor de esas selecciones nacionales que a pesar de que los jugadores, los técnicos y los directivos cambian, existe una redituable mediocridad que sirve para mantener los bolsillos llenos de entrenadores, seleccionados, federativos y medios, además de la permanente esperanza nacional del “sí se puede”.
A gritos y discusiones en programas de televisión se está exigiendo el cambio en la delantera tricolor y que regrese Javier Hernández para resolver la falta de contundencia. El argumento es que “Chicharito” es el mejor goleador en la historia de la selección. El detalle es que, de sus 52 goles, 27 fueron en amistosos y apenas 8 en eliminatorias. Gatopardismo puro.
La FIFA necesita a México en los mundiales, y México necesita de los mundiales. Eso no cambia; la selección mexicana necesita aprender que los cambios verdaderos llevan tiempo, involucran pérdidas y demandan sacrificio. Hasta ahora, ninguna de las tres acompaña el tránsito gatopardista del tricolor hacia el mundial de Qatar.
Horacio Nájera es Licenciado en Ciencias de la Comunicación por la UANL y maestrías en las Universidades de Toronto y York. Acumula 30 años de experiencia en periodismo, ha sido premiado en Estados Unidos y Canadá, y es coautor de dos libros.