Hubo un momento durante la marcha por el Día Internacional de la Mujer que tuvo lugar ayer aquí en Monterrey y que, según datos publicados, reunió a más de veinte mil mujeres, las cosas se pusieron feas. El contingente pasó del ejercicio del derecho a la libre manifestación y expresión, al vandalismo. Evidentemente en el acto vandálico no estuvieron todas las que fueron, ni fueron todas las que estaban. Tampoco es mi intención juzgar las expresiones de extremo dolor que muchas de ellas han sentido a consecuencia de los abusos y crímenes de los que han sido objeto. De lo que quiero hablar es del Gobernador Samuel García Sepúlveda.
Las puertas del Palacio de Cantera fueron quemadas, los vitrales rotos a palos, los muros pintados con grafiti y consignas llenas de resentimiento, indignación impotencia y rabia…una rabia no solo dirigida a los hombres, sino a una sociedad ciega, sorda e indolente ante la problemática atroz que sufren las mujeres por y a consecuencia de los males ancestrales de exclusión, desigualdad y violencia. Pero, los lugares públicos son y pertenecen también a las mujeres, a los niños y niñas, a los hombres buenos y malos, son patrimonio de todos y es el deber de la autoridad salvaguardarlos.
El gobernador amaneció “consternado” según sus propias palabras y difundió un mensaje por todos los medios diciendo que quienes vandalizaron estos lugares tendrán que responder por sus actos, pero dijo también que el pagará la reparación de los daños “con dineros de su propia bolsa”. Y sí, el gobernador sabe que la crítica contra su tolerancia ante el vandalismo tendría fundamento. Una cosa es respetar la libre expresión y el derecho a manifestarse y otra muy distinta es permitir el vandalismo y la destrucción de los lugares públicos. El hecho sentaría el precedente de que todo aquel o aquella que destroce un lugar publico para descargar su furia, podría hacerlo sin mayores consecuencias.
Pero hay que considerar que Samuel es joven, y al igual que en esa cabellera de alfombra fina que tiene sobre la cabeza, el gobernador no tiene un pelo de tonto. Pagar por la reparación de los daños no es gran cosa en comparación con el precio político que hubiera tenido para él y su gobierno implementar cualquier medida para contener a la turba enardecida. Queda claro que la línea que diferencia la libre expresión y la manifestación, del vandalismo furibundo y la destrucción, se ha borrado debido a que el precio político de actuar como autoridad para contener es más alto que el costo de haber permitido y tolerado esos excesos. Ya fuera por conveniencia propia o por compasión ajena, Samuel decidió aguantar y pagar el mejor precio…es decir, lo menos caro.
Cabe decir para concluir, que Samuel pudo haber tolerado y aun así no haberse comprometido a pagar de su bolsillo el costo por la reparación de los daños. Si decidió hacerlo fue motu propio o por un acto público de contrición. De todos modos, el gobernador tenía claro que de haber actuado en el momento le hubiese resultado peor: le hubiera salido más caro el remedio que la enfermedad, y más pesado el caldo que las albóndigas.