El Club Tigres prepara desde ahora un homenaje a Tomás Boy. No sé si lo hubiera aceptado, pero yo pienso que debiera haberse llevado a cabo en vida del ídolo de la afición felina que selló la etapa del equipo entre 1975-88. Su resistencia a sentirse identificado con los universitarios de ahora venía del golpe emocional de ser rechazado en las propuestas frecuentes para ser tomado en cuenta como su entrenador. Ese resentimiento lo hacía decir que la afición era una y los directivos otros. Más los de los tiempos en que la UANL pasó el manejo del equipo a Sinergia Deportiva en 1996.
¿De qué sirve el reconocimiento a quien ya no lo puede disfrutar? ¿Qué valor personal tiene para Boy rescatar sus logros y la huella de sus pasos firmes que dejó entre los felinos campeones de aquellos años? No. Nadie se atrevió a sugerirle siquiera que la historia del Club Tigres deseaba grabar su nombre con letras indelebles en el álbum de recuerdos de la institución y en la entrada del vestidor local, con tal de que se hiciera presente. Quizá se temía que sus arranques temperamentales dieran una nota negativa en los medios masivos. Porque era impredecible su conducta en las malas pero también en las buenas. Así era él, quien saboreaba su popularidad como jugador de los auriazules por su conexión con la afición, pero no por sus relaciones posteriores con los dirigentes del club.
Y ni yo imagino el porqué del bloqueo a Tomás para ser entrenador de los Tigres. Yo que lo viví de cerca en 1994-95 cuando el Rector de la UANL Manuel Silos Martínez me pidió hablar con Roberto Gómez Junco para saber si aceptaba ser vice presidente ejecutivo del club, en sustitución de Héctor Paredes, durante la crisis deportiva que estaba atizando la lumbre a la imagen misma de la Universidad y sus áreas administrativas. Nos vimos en un restaurante (cuyo nombre ya no existe) cercano a nuestra casa de estudios y ahí el ex futbolista expresó un rotundo no porque no estaba en su mira ser directivo de ninguna institución. En cambio, me sugirió que no dejáramos de pensar en Tomás Boy como director técnico de los felinos.
“Tomás Boy jamás podrá ser entrenador de Tigres”, me dijo uno de los funcionarios del Rector Silos, quien ratificó la cuasi sentencia, que se cumplió a cabalidad con el tiempo. ¿Por qué? Nunca lo supe, pues no lo pregunté en su momento ni después, y las especulaciones se revolvieron entre matices y suspicacias de todos colores y sabores. Simple y sencillamente no se tomó en cuenta su trayectoria y capacidad de mando, y sí en cambio un día fue a dar a los Rayados de Monterrey para sorpresa de sus fieles seguidores.
“Mi identificación era con la afición, por eso era yo muy popular. Por la raza”, decía una y otra vez. “Pero los de arriba no me quieren”. Lo cual atribuía a su enérgica personalidad, que no le permitía ser dócil a lo que no le dictaba aceptar su poderosa inteligencia y que le dificultaba el trato con mucha gente, aunque en el fondo era una persona muy noble. Él mismo atribuía esos exabruptos de su carácter a sus vivencias de joven, según lo retrató sin ambages a Carlos Barrón, cuando lo entrevistó para su libro “Tiempo de compensación” y el genio de las canchas le confesó su áspera relación con su padre (quien también se llamaba Tomás), con quien estuvo distanciado muchos años. Era un hombre violento, furibundo que le pegaba con los puños, de modo que el futuro astro no pudo olvidar jamás las golpizas que recibía.
–Nunca nos llevamos bien. Incluso mi madre me dijo que me fuera de la casa y que nunca conseguiría lo que deseaba estando ahí. Yo era el primogénito (nacido en Mixcoac en 1951) y luego me siguieron siete hermanos. Él era contador público y no quiso que yo fuera futbolista. Fue una guerra generacional, además de que eran los tiempos de la rebelión, de escuchar a los Rollings Stones, a The Creedence platicó al periodista-escritor, a quien le recalcó que no lo fue a ver cuando debutó con el desaparecido Atlético Español.
–Me fui por rebelde. Por no seguir sus reglas. Compró una casa en Naucalpan, Estado de México, y trabajaba mucho, pero me fastidiaba con sus órdenes. Siempre creyó que me manejé mal. Me gustaba traer el pelo largo, estaba en el destape, ibas a las manifestaciones estudiantiles… una época de despertar. Mi papá, que me perdonde Dios, no se sabía controlar y lo heredé, y eso me trajo muchos problemas. Salí como él: furibundo, intolerante, recio y rígido, con los mismos defectos. Por eso soy así.
Hoy ya descansa en paz. Sin la distinción en vida que hoy le hará el Club Tigres post mortem. Y sin cumplir su sueño de dirigir al equipo que lo vio triunfar desde que llegó aquí en 1975 y equipo con el que jugó hasta 1988, retirándose de las canchas dos años después de haber sido el capitán de la Selección Nacional en el Mundial México 86. Sin embargo, su leyenda se extenderá por largas décadas porque está bien metido en la lista delos diez mejores futbolistas, en el que lo ha inscrito uno de sus grandes amigos: Roberto Gómez Junco, pues desde que coincidieron en Tigres en 1977 compartieron habitación en las concentraciones y luego en muchos viajes como comentaristas y analistas en juegos internacionales.