Fue Tomás Boy quien me asaeteó, y me hizo enamorarme, para siempre, del futbol. Todos los aficionados tenemos una historia sobre cómo nos acercamos al balón y cómo le fuimos agarrando gusto a la camiseta.
Yo me quedé prendado de Tigres cuando vi jugar a ese tipo flaco y greñudo, que daba largas zancadas y que no se le parecía a ningún otro que había visto en mi corta trayectoria de aficionado.
Recuerdo perfectamente que, de niño, nos maravilló en México, por TV, un mediocampista espigado y elegante, como un príncipe de Baviera, que jugaba para la Selección de Alemania en aquel gran Mundial del 74. Era Franz Beckenbauer ese tipo que se conducía con ademanes de aristócrata, vestido con blanco impecable y que se movía como línce por el ombligo de la cancha. Para entonces, el balompié ya se popularizaba en el país como un deporte que podíamos ver como entretenimiento de fin de semana, los sábados y los domingos. Pudimos ver así, en la justa mundialista que tenía epicentro en Múnich, futbol gourmet de clase premier, que dominaban los europeos, y nuestros primos sudamericanos de Brasil.
Fue así como descubrí en la tele a Boy, recién contratado por el equipo de la Universidad Autónoma de Nuevo León, que había ascendido al máximo circuito.
Guiado por el largirucho armador nacido en el Distrito Federal, Tigres conquistó el primer campeonato para Monterrey, la Copa de 1975, cuando en ese tiempo, el trofeo tenía un verdadero valor, porque era altamente competido.
Al nuevo chico del equipo lo hizo funcionar, de inmediato, el DT Claudio Lostanau, que, años antes había dejado la vara muy alta como el mejor 10 de su tiempo. Con el paso de los años se hicieron inseparables compadres.
Describir el futbol del Ciruelo es sencillo, porque parecía que todo lo hacía fácil. Empleaba una fórmula de esencias exquisitas para controlar la pelota.
Era un espectáculo verlo practicar el ABC del futbol. Le pasaban la bola, la controlaba en un parpadeo y la pasaba al pie.
Sus ademanes eran vastos, con gran juego de su pelvis esquelética, que parecía descoyuntarse en los quiebres y recortes.
Llamaba la atención porque sus movimientos eran precisos y lánguidos, como de bailarina en leotardo. Cuando se deshacía de la pelota, se movía dando voces, como un mariscal de campo que conduce al ejército entre cañonazos.
No era veloz, Tomás, aunque tenía fémures como bastones, que le ayudaban a colocarse rápido en el sitio preciso. Hay que decir que tenía en el ataque socios portentosos, que le permitían brillar.
Para entonces, podía poner un balón a profundidad, por la derecha, a donde podía llegar como avioneta rasante Jerónimo Barbadillo, el patizambo peruano que llegó junto a él en la institución.
O, por el centro, más cargado a la derecha, el uruguayo Walter Daniel Mantegazza, de excelente juego aéreo.
Lucía como ariete, también El Alacrán Jiménez, rápido y corpulento. Recuerdo muy bien aquella primera Liga que nos regalaron los Tigres, comandados, entonces por Carlos Miloc en mayo de 1978, antes del Mundial de Argentina.
Aunque la figura fue Mantegazza, que anotó los tres tantos con los que Tigres se impuso 3-1 a Pumas en el global, la gran figura fue Tomás, que funcionaba como el disco duro en la alineación de los norteños.
Por ahí vemos ese gol de dos driblings en zigzag que hace Tomás, para pasar suave y por abajo a Mantegazza, que solo recibe, dejando atrás a los zagueros, que levantan la mano angustiados, para pedir fuera de lugar, porque ya no pueden alcanzarlo.
El charrúa se hace el autopase, dejando tendido al arquero Espinosa, para empujarla a la red. Luego vino aquella remontada contra Atlante, en el 82, cuando Tigres ganó 2-1 en la ida, con soberbio testerazo de Boy, para el primero y con gol agónico de Goncalvez, a pifia de Lavople para sacar ventaja. Y aunque en la vuelta, en el Azteca,
Cabinho metió gol en extremis, en los penales ganaron los felinos. El Jefe no cobró porque había salido de cambio.
Tomás ya murió, pero para mí sigue vivo. Lo evoco como si todavía anduviera entre nosotros. Tuve la fortuna de interactuar con él. Bisoño reportero de Deportes del Extra! De la Tarde, cubría Tigres en su última temporada, en 1988.
Estuve ahí, cuando sus compañeros le dijeron adiós, arrojándolo al aire, luego de que la directiva acordara que finiquitaran sus negocios.
Por ahí debe tener El Flaco la foto que le tomé en blanco y negro, donde está volando sonriente, como niño. Era un líder natural. Los compañeros lo reverenciaban.
Era el más veterano de la plantilla, y lo veían como el sabio de la tribu. En las últimas temporadas ya no corría tanto.
Trotaba sobre la cancha, pero era un excelente distribuidor, como la caja de cambios del once. Decenas de veces lo vi irse al último, en los entrenamientos.
Entrenaba Tigres en la mañana y eventualmente, por la tarde. Cuando anochecía, le encendían las luces del Estadio Universitario, para que se quedara practicando.
Una de esas veces me quedé a su lado, fascinado por su fina estampa, fingiendo que aún cubría la práctica.
Nunca le dije que era mi ídolo y que me fascinaba verlo en acción. Esa tarde tal vez lo adivinó, porque cuando hizo el último disparo volteó a verme, exhausto de la jornada, y me dijo:
“Ya no corro tanto, pero el toque jamás se pierde”. Y se alejó hacia el vestidor, caminando altivo, con largas piernas de garza, y los hombros echados hacia atrás, en su permanente actitud retadora.