Recuerdo cuando llevaba apenas poco más de un par de maratones, no me iba muy bien que digamos, sentía que éste me trataba tan mal, dejándome literalmente hecha pedazos al finalizarlo, y aún así, yo seguía aferrada como si fuera algo que no me costara, cuando en realidad me costaba demasiado.
Siempre entrené bien, es decir, fui constante y disciplinada, aprendí todo lo que pude de los mejores compañeros corredores desde el inicio, tenia mi programa de entrenamiento, buscaba información y me documenté, tanto como me fue posible, encaminé todo vida social, alimentación y, demás, rumbo a ese estilo de vida que sabía era necesario para poder hacer bien un maratón.
Y aún así, no se me daban los resultados como yo los esperaba, hubo personas que me decían qué tal vez esa distancia (42.195km) no era para mí, que era mucho, quizá, para mi cuerpo y por eso no rendía como debería, que podría probar quedándome con distancias menores como medios maratones o los 10k.
Algunos me lo decían con la mejor de las intenciones, otros no tanto, pero yo de todas formas seguía insistente, quería poder completarlo sin acabar demolida, era algo que por algún motivo se metió fijamente en mi cabeza, y aunque sufriera, quería conseguirlo.
Confieso que nunca antes había sentido algo así, con nada que me pasara antes había tenido esa necesidad casi obligada de alcanzarlo, y no, no era por demostrar nada a nadie, era algo que quería demostrarme a mi misma.
Pasaron un par de años, y un día finalmente sucedió que por primera vez no terminé como antes, estropeada y deshecha, un maratón, lo completé como decimos los corredores, “enterita”, y solo con el desgaste propio de la distancia, quedé muy contenta además con mi tiempo, pensé ¿sería casualidad?.
No tenía manera de saberlo, más que animándome a volver a correr otro maratón, ahí me daría cuenta si en verdad al fin había madurado como corredora y aprendido de verdad a correrlo, o el desempeño anterior fue solo cuestión de suerte.
Elegí el siguiente y volví a prepararme como usualmente lo hacía, con todo el ahínco y la esperanza de que pudiera hacerlo bien de nuevo.
Llegado el momento, ahí estaba otra vez en la línea de salida, lista para enfrentar los 42 kilómetros con algo de incertidumbre, pero tratando de estar tranquila esperando poder llevarlo como el anterior.
Si bien, cada maratón es diferente y nunca sabes qué te deparará el recorrido, algo que sí tienes de tu lado es la seguridad de todo lo que entrenaste y aprendiste durante el proceso, en mi caso, ese día corroboré que sí, finalmente había aprendido a correr un maratón.
Desde entonces puedo manejarme bien cuando estoy haciendo alguno, como lo dije antes, solo con el desgaste propio de la misma distancia, y afortunadamente nada más.
Con el pasar de los años, ahora veo que fue muy bueno que no me rendí, que no dejé que mi cabeza me llenara de miedos, que no escuché a los que me decían que no iba a poder, que el maratón no era para mí.
Esta forma de ver las cosas se trasladó a toda mi vida, ahora ya no me quedo sentada y cruzada de brazos cuando algo se complica, simplemente me levanto y sigo adelante buscando la forma de como sy aún así digamos, sentía que eer armar un esquema y platicar con los posibles patrocinadores hicieron un gran Mundial, y otrí poder hacerlo, aunque me tarde o me cueste mucho.
Es importante aprender a creer en nosotros mismos, somos más fuertes de lo que pensamos y cuando realmente nos convencemos, nada podrá detenernos.