El 1 de junio de 1978 al mediodía, en el atestado salón de sexto grado de la escuela, vi por televisión el partido inaugural de la XI Copa del Mundo de Argentina.
En aquellos años, los aparatos receptores mostraban imágenes en blanco y negro. Las de color eran un lujo espectacular que podían darse algunos cuantos, que vivían en sectores exclusivos. Pero el futbol ya era una mercancía preciosa que todo el planeta estaba ávido por disfrutar, aunque fuera con imágenes pálidas y en aparatos que necesitaban golpes para sintonizarse.
La tele para ver el juego entre Alemania Federal y Polonia la llevó mi madre, a petición de la maestra Maria Luisa, una señora joven, de ojos claros, siempre entusiasta y moderna, que se peinaba como Farrah Fawcett, estrella refulgente del Jet Set. Había una cercanía con la profesora debido a que mi hermano Rony era de sus alumnos aplicados. Eventualmente, recuerdo, le hablaba a mi mamá para que le llevara una mañanita, si tenía frío, o que le prestara algún moño o pañoleta. Una vez pidió que le prestara una sábana blanca para poner como pantalla, en alguna ocasión en que llevaron a la escuela un proyector para ver en el patio la nueva película de Sinbad. Con esas confianzas, la maestra le pidió la tele por teléfono, porque los profesores, más que los alumnos, eran los que estaban emocionados por atrapar ese momento que era seguido por todo el Globo. Y ahí fue mi madre, cargando tres cuadras la pequeña televisión Philco portátil, con perilla de canales VHF, que en casa era como un tótem de adoración. La teníamos en la mesa del comedor, como un robotito con el que desayunábamos, comíamos y cenábamos. Mi papá se había sacado la TV, la Navidad anterior, en una rifa de la empresa de autobuses donde trabajaba. La pantalla era de las pequeñas, de apenas 13 pulgadas.
La Escuela Primaria Ford 40 Constituyentes del 57, en el Fraccionamiento Marte, de Guadalupe, Nuevo León, fue nuestro escenario del momento histórico. El momento fue algo surrealista, porque creo que nunca antes había sido encendido un televisor dentro de alguno de los salones. Nos apretujamos entre los bancos esperando el juego de apertura de la fiesta mundialista, concitada en un país que nos era familiar pues, para entonces, ya poblaban nuestra Liga un montón de jugadores argentinos, como Marín, Albrecht, Cornero, Ataulfo, Verderi. Además, el Mundial de México 70 había sido el primero en transmitirse en vivo para el planeta y fue un evento espectacular, con la máquina brasileña encabezada por el dios Pelé, que levantó la Copa. El que le siguió de Alemania 74 fue un hitazo para las audiencias del orbe, porque los anfitriones armaron un trabuco que al final se llevó el gallardete. Se esperaba que esta nueva competencia, al sur del subcontinente latinoamericano, fuera otro éxito por las estrellas convocadas. Al atestiguar ese evento, los profes nos decían que teníamos que tener asiento en el tren de la actualidad, que nos llevaría al futuro y al progreso.
La ceremonia de inauguración, previa al juego, fue aburrida. En el palco de honor del Estadio Monumental de River Plate, en Buenos Aires, apareció un hombre con traje de rayas y cabello engominado, como gánster de Chicago, que fue presentado como el Excelentísimo Señor Presidente de la Nación Argentina Teniente General Don Jorge Rafael Videla. De 53 años era el presidente de la Junta Militar de Gobierno en Argentina y hacía labores de mandatario. Cuando habló, vi que algunos profesores a mi lado hacían muecas de disgusto. Aunque para entonces yo tenía nueve años, leía los periódicos y estaba actualizado. Sabía que en nuestro país en 1968 hubo una matanza de estudiantes en la Ciudad de México, como nos lo recordaban cada año, en octubre, los muchachos que salían a protestar y pasaban por las calles de mi barrio. También sabía que ese señor, Videla, era tildado de criminal, por represor. Nuestros maestros, integrantes de un gremio politizado, sabían que aquí y allá las libertades estaban bajo fuego. Por eso apretaron la nariz con desagrado. Parecía un absurdo, que ese señor ante el micrófono, hablando con tono formal, como si dictara órdenes a la tropa, repitiera una y otra vez la palabra paz, para remarcar el propósito de la cita futbolera que estaba por iniciar.
La primavera agonizante hacía que el salón fuera un horno. Aunque tenía amplios ventanales que estaban abiertos, el aula era una romería llena de sudores. Una vez a un compañerito le preguntaron a qué olía el salón de clases y respondió: a lápiz y a pedo. Más o menos eran esos los aromas que flotaban como un susurro sobre nuestras cabezas, mientras nos desesperábamos porque cesaran las palabras y rodara el balón.
Fueron soltadas unas palomas, y se retiraron las decenas de alumnos de secundaria que habían hecho figuras y textos gigantescos sobre el terreno de juego. Hasta entonces, el árbitro argentino Ángel Coerezza dio el silbatazo inicial. Maravillados vimos a las grandes figuras de Alemania, de blanco, como Maier, Vogts, Zimmermann, Fischer. Por Polonia, con su llamativo uniforme escarlata, estaban Tomaszewski, Lato, Sarmach, Zmuda.
El partido, en calidad, fue un fiasco. Los equipos no se hicieron daño y todo terminó, luego de dos horas, en un soso empate sin goles. Pero todos dejamos el aula con la ilusión de haber presenciado un suceso extraordinario, como fue el inicio de una Copa del Mundo, esa que, días después, conquistó el seleccionado anfitrión.