Por José Luis Esquivel / Enviado
París, Francia.-
Cierro los ojos y veo sobre el Boulevard Saint Michel a Gabriel García Márquez, sorprendido como cuando a lo lejos divisaba al periodista y escritor norteamericano, Ernest Hemingwey, a quien tímidamente saludaba a la distancia levantando la mano derecha sin obtener respuesta. La influencia en el colombiano del poderoso corresponsal de guerra en España en 1938 y autor de libros famosos como “El Viejo y el Mar”, corría pareja con la de William Faulkner o de Viriginia Wolf, sin olvidar cómo le impactó –siendo estudiante de bachillerato– el primer párrafo de “La Metamorfosis” de Franz Kafka.
Hoy que una plaza pequeña está dedicada a la figura del Premio Nóbel 1982 de Literatura, la imaginación me lleva también a verlo recorrer esa distancia para llegar al Hotel de Flandre, en pleno Barrio Latino, donde se instaló poco antes de la navidad de 1955 y vivió ahí dos años de intensa bohemia, casi sin dinero, hasta noviembre de 1957. De hecho, inicialmente estuvo de paso por la capital francesa el 16 de julio de 1955, y apenas se dio cuenta de que lo más importante en esos días era el famoso Tour de Francia, pues debió tomar de inmediato el tren rumbo a Ginebra, Suiza, para cubrir la Cumbre de los Cuatro Grandes, como corresponsal del diario “El Espectador” de Bogotá.
Su sueño de incursionar en el arte cinematográfico lo llevó enseguida a Roma, pero en diciembre regresó a París sin darse cuenta que dejaría honda huella de su aventura que debió terminar cuando el dictador colombiano Gustavo Rojas Pinilla cerró el periódico que envió a Gabo a Europa, ya que se quedó sin ahorros. Además, le había prometido a su novia Mercedes Barcha que no tardaría de su viaje de trabajo. Y si no es porque la señora Lacroix, la dueña del Flandre, se mostró misericordiosa con el futuro escritor, a éste no le hubiera quedado más alternativa que regresar a Colombia. Por eso tuvo que buscarse la vida como recolector de botellas vacías y cantante de rancheras mexicanas, comiendo a veces lo que encontraba en la calle, según lo contó él mismo.
El cuarto minúsculo, siempre oloroso a tabaco por las colillas de cigarro saliéndose del cenicero, solo tenía espacio para la cama y una mesa de trabajo que soportaba el tecleo de la máquina de escribir sobre cuartillas de papel atiborradas. Eso era en enero de 1956, cuando Gabo todavía no vivía en el sexto piso, el de las buhardillas heladas reservadas a los clientes insolventes, con un solo baño para todos los huéspedes. Quién lo diría: que de ahí brotaría la creatividad para dar forma a fines de ese año a “El Coronel no tiene quien le escriba”. Obra que hoy es timbre de orgullo de tan emblemático espacio de un hotel que ahora se llama Des Trois Colleges. Cambió de nombre y de categoría: ahora es de cuatro estrellas y los precios de sus habitaciones van de 100 a 200 euros por noche. Tiene una vista inmejorable sobre los hermosos techos y la cúpula de Universidad de París, conocida como la Sorbona. Esa vista era el único lujo que disfrutaba García Márquez mientras redactaba textos para “La Mala Hora”. El cuarto que ocupaba entonces lleva hoy el número 63.
Su amigo Plinio Apuleyo Mendoza lo visitó ese enero de 1956 y reforzó con sus relatos de la época las memorias de García Márquez de sus años difíciles.
–Mira, allá va el negro Nicolás. Está verde del frío. ¿Lo conoces? –pregunta Plinio.
–¿Al poeta Guillén? ¡Hombre, claro que sí!
–Vive en mi mismo hotel. Si quieres después le hacemos una visita. Vamos a ver lo que nos dice de Cuba.
Y después de la comida visitan a Nicolás Guillén, el poeta exiliado en París en 1952 y quien no regresó a Cuba sino hasta 1959, después del triunfo de Fidel Castro.
La fachada del hotel –idéntica a la de los cincuenta, pero perfectamente restaurada– me hunde en la evocación de los días de pobreza de un enamorado de “el mejor oficio del mundo”, pero que escalaría los peldaños de la literatura hasta su consagración como Premio Nóbel en 1982. Leo la placa a un lado del rostro de bronce que rinde homenaje a Gabriel García Márquez y, curiosamente, me informo que más tarde también se hospedó ahí otro Premio Nóbel, Mario Vargas Llosa, el último sobreviviente de la gloriosa generación del “boom latinoamericano”, así como el primer escritor africano en ser galardonado en 1986 por la Academia Sueca. O sea que, modesto en los años 50, el hotel hospedó a tres grandes de la novelística mundial.
Pero también he querido recorrer los pasos que dejaron huella de Gabo en París, en medio de la pobreza y el maltrato. Voy sobre los cafés del Boulevard Saint Germain, donde pasaron días y días Gabo y Apuleyo Mendoza, y probablemente hasta pudieron toparse con otro Premio Nóbel del año 57, Albert Camus, pero el colombiano no lo menciona en sus recuerdos. A quien sí saludó y admiró fue al argentino Julio Cortázar, cliente frecuente del aún atiborrado Old Navy en el mismo sitio, y de quien se hizo amigo hasta su muerte en 1984.
En ese Barrio Latino físicamente ya no deambula García Márquez. Pero a quienes nos aprieta el corazón la nostalgia de leer lo que pasó en esas fechas, nos dice que su espíritu aún se pasea entre trapos malolientes y bolsillos sin dinero. Y como quiera fue feliz, frecuentando L´ Escale, una peña de música latinoamericana donde el futuro escritor comenzó en 1956 un romance con la española Tachia Quintanar, actriz del país vasco
Para entonces el futuro Nóbel 1982 ya daba a luz una serie de reportajes escritos sobre el famoso juicio de la Fuga de Informaciones para el efímero diario colombiano “El Independiente”, que reemplazó a “El Espectador” durante dos meses, del 15 de febrero al 15 de abril de 1956. Con su característica tendencia al énfasis, Gabo presentó ese juicio a sus lectores colombianos como “el juicio del siglo”. Aun si no era para tanto, el caso ciertamente apasionó a la opinión pública francesa. Todo había empezado en 1953 con un complot urdido por la ultraderecha francesa contra Mitterrand, entonces ministro del Interior y considerado favorable a las luchas independentistas que desafiaban al imperio colonial galo. Los conspiradores, que buscaban también desestabilizar al gobierno de Pierre Mendés-France, acusaron a Mitterrand de haber entregado secretos militares sobre la guerra de Indochina a Jacques Duclos, entonces primer secretario del Partido Comunista. En el tenso clima de la Guerra Fría semejante acusación “de traición a la patria” era grave. Mitterrand usó todo su poder como ministro del Interior para contratacar: demandó por difamación a los periódicos que habían difundido esos rumores y persiguió sin piedad a sus adversarios, multiplicando investigaciones y pesquisas en su contra. Logró demostrar su inocencia y en marzo de 1956 empezó el juicio a sus adversarios. García Márquez se entusiasmó con el caso. Siguió el proceso día a día y redactó un reportaje en 17 entregas. Desafortunadamente, con el cierre del Independiente, el 15 de abril de 1956, sus lectores nunca se enteraron del desenlace del “juicio del siglo”.
Y otra vez se quedó sin sueldo ni destinatario de sus textos. Pero el futuro se le abriría años después y la gloria de las letras lo cubriría con su manto. Pero París fue su prueba de fuego.