En el mejor de los casos y quizás en la gran mayoría, las madres son buenas. Pero no todas. Existe entre la madre y el hijo un vínculo que se forma desde la concepción, desde la gestación. Pero no en todas. Un vínculo intangible, más allá del cordón umbilical. En el mejor de los casos, es un vínculo de consciencia. Pero todos sabemos que no siempre es así.
Se dice que, en el mejor de los casos, el amor de madre es el único amor verdaderamente incondicional. Pero no siempre. No es necesariamente así de recíproco en cuanto al amor de los hijos hacia su progenitora.
Tendemos a hiper-romantizar a la figura materna, tomando como modelo a las mejores madres, para muchos, el modelo ideal es casi el de la madre virgen, como la Virgen María como ejemplo , inmaculada, desexualizada, abnegada, entregada, humilde, servicial y generosa, sin vicios ni impurezas. La madre idealizada es un dechado de virtudes, un ángel en la Tierra, una santa, una mártir, una heroína. No todas lo cumplen, no todas llenan el requisito.
Pero en los ideales lo que importa es lo que imaginamos, lo que creemos. Y la madre-santa es parte del imaginario colectivo, requisito de nuestra identidad, refugio de nuestras culpas, alivio a nuestros dolores, consuelo por nuestras faltas, caldito de pollo para nuestras almas vapuleadas por las crueles zarandeadas que nos azota la vida que la madre santa nos dio. El modelo de la madre romantizada e idealizada, implica estándares muy altos.
En el mejor de los casos, la madre es hogar, es coraza, es fortaleza, es trinchera, es salvación, es piedad, es compasión, es orgullo, es eso de lo que sabemos tan poco: es amor verdadero, incondicional, amor de vida y más allá…en el mejor de los casos.