Héctor Herrera le saca el balón a Thomas Müller en tres cuartos de cancha. La recupera Moreno y cede rápido hacia adelante, al Chícharo, que hace con Guardado una bella pared retrasada con la que deja tendido al zaguero alemán. Por la izquierda, a todo tren, el Chucky Lozano avanza y con gritos silenciosos pide la pelota que le es cedida. Al recibir hace un recorte a Özil con la izquierda y tarda una eternidad para ajustar el tiro con la derecha. El teutón queda fuera de la jugada y no se atreve a meter el botín por temor a cometer penal. Cuando Kroos está a una fracción de milésima de segundo de robarle el balón, el chamaco de 22 años, nacido en la capital del país, saca el disparo raso y vence a Neuer.
Es el Mundial de Rusia 2018, un domingo 17 de junio, en Moscú. La cámara sigue a la tropa tricolor que festeja el gol que ha sido, hasta ese momento, el más caro en toda su historia, pues significará un histórico triunfo sobre la portentosa Alemania Federal, uno de los colosos históricos del balompié mundial y campeón vigente del orbe.
Pero son pocos los que observan la desolación del Nationalelf. Les ocurre, en ese instante, el desconcierto que viene posterior al gol. Es un lapso cercano al minuto en el que unos celebran y otros se lamentan. Como el festejo de cualquier gol es una convención universal, se permite que el equipo que marca se abrace y se felicite. En tanto, los que han recibido, se sienten descorazonados. Desfallecen en el transcurso de esos segundos en los que hay que recoger el balón desde el fondo de la red.
En ocasiones hay recriminaciones, porque hubo una marca floja. Un defensa se enoja, porque su compañero no metió la pierna a tiempo, o porque perdió el seguimiento del que cerraba la pinza. Sin embargo, la mayoría de las veces, hay silencio lapidario. Los que están cerca de la portería ni se quieren mirar. El abatimiento colectivo es momentáneo, pero pesado. Hay que ver que los jugadores sienten una descarga de tristeza enorme. A veces un gol pesa como un ropero en la espalda.
Cae el gol en el minuto 35. Para entonces se sienten aniquiladas las águilas, que llegaron a la justa con expectativas justificadamente altas. Boateng levanta la mano con tibio enfado y dobla el torso, apoyándose en las rodillas para evitar dejarse caer. Neuer también hace aspavientos, con las dos manos, mientras Kroos y Ötzil miran al césped del Estadio Luzhniki, incrédulos y prematuramente cansados. En la tribuna se desatan, también energías poderosas.
El graderío está dividido. En partidos ordinarios, de liga doméstica, la mayoría de los aficionados son del equipo local. Pero en una copa del mundo, el teatro cambia. Depende mucho, por supuesto de la cercanía del país que juega, para que se desplacen sus connacionales a manifestar respaldo. En este caso, el mundial está en Rusia y la invasión mexicana es impresionante. Cae el gol de Lozano y los fanáticos del Tri enloquecen. La euforia propia lesiona el ánimo del rival. La parcialidad del equipo que recibe el tanto experimenta, como es natural, una angustia por el marcador que se vuelve adverso, lo que hace que las vibras de derrota fluyan desparramadas de las butacas a la cancha.
Los verdes celebran. Lo que está ocurriendo es notable. Le han dado con el estilete en la aorta a un titán. Los jugadores se abrazan y la gente que los acompaña en el estadio están a punto de desmayarse de dicha. El encuentro se reanuda, pero algo ha cambiado. México administra su ventaja, pero La Mannschaft está desorientada, intenta luego resucitar, pero no puede. El gol le ha arrancado el corazón a la maquinaria futbolera más fría de la historia.
No pude reponerse a ese virus de depresión que le inocularon después del primer y único gol del partido.
Al final, aunque intenta con insistencia se topa con el muro defensivo y con las garras de Ochoa, que ha salido atinado como nunca.
A veces basta una estocada, un solo gol, para provocar desánimo en un monstruo formidable, y aniquilarlo.