A doña Rosy la mató un coraje. Anciana era y también la dueña legítima de su preciada esquina. Vivía austera. Su vivienda, una arcaica casa de madera, apolillada y con puertas desvencijadas.
Pero su lugar de residencia no pasaba desapercibido, en una zona donde la modernidad empuja la alcanzó el contraste y la codicia vino de fuera.
Una loba vestida de oveja. La licenciada Mercedes la acechó con magistral paciencia. Con regalos malintencionados se le metió en los sentimientos. Cautivó su confianza. Ambas comieron de la misma mesa, ellas reían.
Bajo los efectos de la persuasión doña Rosy la hizo manejadora de su confianza, hasta que su cazadora le enterró el aguijón.
El día menos imaginado la mujer de la tercera edad, sin hijos ni nietos, buscaba en los cajones. Algo le causó sorpresa y luego le apremió la desesperación, al caer en cuenta lo que había pasado: sus atesorados documentos habían desaparecido y en ellos las escrituras de su terruño.
El mundo se le vino encima, sin ser influyente ni letrada, el coraje y la traición le paralizaron el corazón. La muerte precipitó los pocos días que le quedaban.
Nadie lo sospechó en un principio. El terreno tenía un anuncio espectacular, la única fuente de ingresos de doña Rosy. Con la renta del letrero ella comía. Tiempo después comenzaron a aflorar las sospechas. Demasiado tarde.
Los vecinos ya nada pudieron hacer, ya había una albacea y única beneficiaria. En una ciudad fronteriza de Reynosa donde los hilos se mueven a punta de pistola o de dinero el despojo fue perpetrado.
El valioso sitio pasó a manos del mejor postor. La mitad fue vendida para una residencia de dos plantas con local comercial y la otra para construir una casa de cambio.
De doña Rosy ya casi nadie se acuerda, sólo los más viejos y seguramente -de vez en cuando- la mujer que se hizo su verdugo quien, según la leyenda urbana, incrementó su cuenta de banco a costa de una vida.