Don Jesús siempre fue un hombre de trabajo. Se levantaba a diario antes de las 4:00 de la mañana para darse un buen regaderazo y ser de los primeros en arribar a su negocio, la Panadería La Superior.
Después de abrir las chapas y candados de las gruesas puertas de madera, decenas de clientes pasaban a comprar pan francés recién calientito, principalmente los revendedores.
Con pantalón caqui, camisa blanca bien planchada y zapatos negros relucientes, acudía bien perfumado, con su peinado hacia atrás de vaselina y un poco de limón.
“Pásenle, pásenle porque se acaba”, decía a los clientes que se acercaban a los canastos llenos de pan francés, que despedían vapor.
La gente se arremolinaba cerca de los canastos, para alcanzar sus pedidos y luego rellenarlos de carnes frías para venderlos en varios puestos de la llamada Sultana del Norte.
Como propietario del negocio estaba al pendiente de un grupo de panaderos que laboró toda la madrugada, usaban grandes hornos de piedra que con largas palas y una gran destreza podían sacar los panes y las charolas: marranitos, conchas (allá les dicen volcanes), campechanas, moños, orejas, ojos de vaca, polvorones y empanadas de piña.
Ya en el despacho atendía uno a uno de los clientes, con cuentas de memoria: cinco, diez, quince, veinte, veinticinco, treintaidos, para terminar escribiendo con un crayón rojo el total en una bolsa de estraza.
“Muchas gracias por su compra. Estamos para servirle”, repetía con una sonrisa a los visitantes con buenos modales.
Jesús Montemayor González llegó desde adolescente, con su hermano Toribio procedente de Higueras, Nuevo León.
Por cierto Toribio, con aspiraciones de seminarista, falleció ahogado en la alberca donde estaba el Círculo Mercantil, una tragedia que permaneció en la memoria de la familia hasta la actualidad.
De bolero hasta lavaplatos y mesero, Chuy empezó poco a poco a escalar en la vida, llegando a ser repartidor de pan.
Nena, quien sería después su cuñada, cuenta que fue quien dio la sugerencia:
– ¿Por qué no invitas al baile al joven guapo que viene a vendernos pan?
Fue en una de las calles del barrio de Santa Isabel, Xicoténcalt, donde conoció a Esther Villarreal, una jovencita, para acompañarla a un baile.
Después de ese día no se separó nunca, salían los fines de semana, se comprometió para luego casarse y formar una numerosa familia.
Luego le llegó la invitación a ser socio de La Superior, por medio de su pariente Pilar Villarreal. Eran jornadas largas, pero tenía todo el entusiasmo, para salir adelante, era una época que la ciudad crecía y no se preocupaban por la escasez del agua.
En este Día del Padre, que se celebró ayer domingo, recuerdo al viejo a los ochenta y tantos años, que batallaba al caminar, ya solo se inyectaba insulina para controlar su azúcar.
Su ánimo cambió en los últimos años, pero nunca dejó de ver a su familia. Le gustaba invitar a sus nietos de vez en cuando a McAllen y pedir en Luby’s pescado empanizado con salsa tártara, café y de postre un pay de limón.
Mis recuerdos llegan a las navidades, cuando nos reuníamos los hermanos en la casa. Alrededor de la mesa había pavo, espagueti rojo, puré de papa, ensaladas verde y de manzana, pastel de chocolate y hojarascas.
Mi madre, Esther, se lucía con la cena y alcanzaba luego para repartir viandas a familiares y vecinos. A mi hermano Chuy le tocó repartir canastas navideñas a una larga lista de amigos. Y si me preguntan por la Rosa María, ella también tiene muy buen sazón.
Era Navidad, Don Chuy salía con su pijama de cuadros azules y su gorro de dormir, terminaba diciendo “ya me quedan dos horas para abrir el negocio”. Y eso… era todos los días.