Un día del verano de 1973 el taxi que rentó mi mamá Angelita tomó carretera de Torreón, Coahuila, rumbo a Matamoros, Tamaulipas. A bordo íbamos mis cuatro hermanos, mis abuelitas Licha y Tina y yo, de nueve años. Fue un viaje muy triste porque estábamos seguros que nunca más regresaríamos a vivir a la ciudad que nos vio nacer, donde cada Navidad fuimos inmensamente felices.
En el vehículo modelo sesenta y tantos cupimos los ocho de familia y el chofer. El mayor de los niños era César, de once años, y el menor Alberto, de cuatro. Las lágrimas nos acompañaron la mayor parte del camino. Y así pasamos San Pedro de las Colonias, donde vivimos una infancia inolvidable, hasta dejar atrás Monterrey.
En Matamoros mi madre había obtenido una plaza, nunca más temporal, en el Servicio Postal Mexicano y, según sus propios relatos hasta la fecha, debía tomarla para que la familia estuviera siempre unida.
Antes había estado tras ventanilla vendiendo timbres y haciendo tareas administrativas en Cananea, Sonora, y Mazatlán, Sinaloa, sacrificando la convivencia con sus cinco hijos: César, Nora, Hugo, Salvador y Alberto, para tener un mayor ingreso y darles una mejor vida.
Mi madre contaba con el total apoyo de Licha y Tina para el cuidado y educación de nosotros ante sus prolongadas ausencias cada año. Enviaba la mayor parte de su sueldo a Torreón, mientras ellas vendían y rentaban revistas usadas y, para el Día de Muertos, hacían coronas con hojas de papel encerado en moldes de fierro calentados en carbón al rojo vivo.
Las dos hermanas solteras cuidaron a Angelita como su propia hija cuando fue regalada por su madre biológica, llegando a una familia numerosa y humilde de San Pedro de las Colonias, una niña de rizos, cabello claro y ojos verdes.
Todavía recuerdo los olores: a tierra mojada, a conos recién hechos para la nieve, y a puercos, patos y gallinas que habitaban la casa de adobe y ladrillo de la familia Sánchez que adoptó a mi madre. Pero sobre todo los aromas de la vendimia sobre el tren cuando viajábamos de Torreón a San Pedro.
Atrás quedaban los recuerdos de la última Navidad de 1972 con la rama seca que íbamos a buscar a los pies del Cerro de las Noas, y que al llegar la erguíamos con yeso colocando su tronco en una lata vacía de chiles. Paso siguiente era pintarla con cal, para dejarla secar y luego adornarla con pelo de ángel, luces de colores que burbujeaban y esferas. Así fue nuestro Árbol de Navidad en los años sesenta.
Al llegar a Matamoros todo cambió, seguramente por estar en la frontera. El primer pino era artificial y la lata de chile ahora tenía patas de metal.
Llegamos a vivir a la vecindad de un callejón que en épocas de lluvia era una pista de lodo, cercano a la Central de Autobuses donde mi mamá trabajaba en la oficina de Correos; en una casa con techo de madera cubierta de un material en rollo color negro con chapopote nunca antes visto.
Cada Navidad era especial y nos hacía superar la nostalgia de Torreón. Los habitantes de la vecindad del Callejón Libertad número 5 -domicilio que nunca olvidaré-, se organizaban para celebrar las posadas con buñuelos, tamales, ponche, bolsas de dulces, piñata… y rezos que eran eternos.
Vivir en la frontera facilitaba las cosas a Santa Clós don Marcos y a mi mamá. Ambos hacían rendir más sus aguinaldos de Correos, de sueldos de burócratas federales que estiraban como ligas, y procuraban cumplir con los más pequeños que colgaban sus cartas en el Árbol donde no podía faltar el Nacimiento.
Nunca olvidaré una “bicicleta banana” que tenía un número impreso en una base de plástico en los manubrios, y un carro de control remoto que aparecieron por la magia de la Navidad el 25 de diciembre en nuestra modesta casa del callejón.
Como tampoco nunca dejaré de agradecer a mis abuelitas Licha y Tina, que un día nunca más estuvieron con nosotros, compartiendo la cena de Navidad con un modesto menú: espagueti, pierna y muslo de pollo al horno envueltos en papel aluminio, tocino y bañados en mantequilla.
Éramos una familia numerosa de 14 hijos cuando mi mamá “se casó” con Santa Clós don Marcos y no había para lujos. Con sus sueldos hacían verdaderos milagros navideños cada que llegaba diciembre.
Quienes no me conocen deberán saber que desde mediados de noviembre espero la mejor época del año, y si es con frío mejor. Además, me gusta pasear con la familia por plazas, calles, parques y centros comerciales para ver los ornamentos.
Saco de las cajas el Árbol, las luces y los adornos. Y nunca debe faltar la música navideña. Juro que así me entra el espíritu de la Navidad. Cuando Andrea era una niña tuve su apoyo y desde hace dos años mi ayudante es Héctor Hugo.
Y quien vaya a mi oficina o se suba a mi auto estos días no debe sorprenderse que escucharán como disco rayado la orquesta y coros de Ray Conniff, El Divo y los Tres Tenores con un repertorio de la temporada.
Así vivo la Navidad cada año, y no me da pena compartir mi gusto, muy recomendable para los amargados Grinch. Sus pequeños hijos lo agradecerán. Ellos no tienen la culpa.
¡Felices fiestas!
twitter: @hhjimenez