Era cerca de la medianoche cuando el ataúd fue colocado en la solitaria sala de velación.
Después de atestiguar esa tarea decidí hospedarme en un hotel cercano a la funeraria, con la intención de regresar muy temprano a ella.
Ese mismo día le había hablado temprano por teléfono, como lo hacía casi a diario para obligar a mi conciencia a descargar culpas.
Su respuesta en esa última ocasión en la cual lo escuché, fue tajante: “Te marco más tarde”. Aunque reconocí que mi orgullo fue golpeado, admití que merecía esa contestación.
“Ya lo harté… me ha aguantado mucho”, comenté a Claudia, mi compañera de vida, que hoy sé es la persona que hizo menos angustiante su muerte, pues él sabía que su hijo, rebelde y necio, por fin tenía a su lado la enorme paciencia y corazón que necesitaba para rectificar su camino de vida.
Apenas un par de horas después supe que mi papá no me había rechazado en esa última llamada telefónica, sino que quiso evitarme el dolor de saberlo agonizando.
Minutos después de recibir la llamada de uno de mis hermanos informándome acerca de la muerte de nuestro padre, compré el boleto del avión que en unas dos horas me acercaría a sus restos.
En la habitación del hotel recordaba esos detalles cuando me enteré de que otro de mis hermanos, que también vivía fuera de la capital del país, planeaba quedarse a dormir en la funeraria.
Naturalmente, lo invité a acompañarme, pero insistió en pernoctar en ese sitio. Por supuesto, me trasladé hacia donde él estaba para pasar juntos nuestra primera noche de orfandad.
La capilla en la que estaba el cuerpo tendría capacidad para unas 50 personas, por lo que sus dos únicos ocupantes nos dimos el lujo de escoger sillón y platicar de lado a lado del recinto.
—¿Qué aprendiste hoy?—pregunté a mi hermano acostado cerca del féretro.
—Aprendí a no juzgar.
Nada pude añadir: quien fue sujeto de jueces sin atribuciones ya no podía otorgar su perdón.
Este suceso, registrado hace menos de dos años, me condujo el Día del Padre a evocar mi trabajo en el medio político y preguntar: ¿quién puede suponerse distinto, cuando los sentimientos no distinguen el poder de los hombres?
La parte que percibí de la esfera de la verdad en ese ambiente, me llevó a concluir que pretender un puesto público es como anhelar la paternidad de un conglomerado humano del que se quiere recibir el reconocimiento de proveedor, el incuestionable respeto que merece el dador de vida, la obediencia del superior en conocimientos y el incondicional amor concedido por la naturaleza.
Cuando comprendí esto, entendí a algunos empresarios que, sin necesitar más dinero, se humillaban por la búsqueda de un puesto y a ciertos políticos que preferían degustar desechos humanos con tal de merecer la paternidad de un conjunto de ciudadanos.
Lo más valioso, aun para el materialista a ultranza, es aquello que no puede comprarse con dinero.
En este repaso a mi memoria saltan al presente dos casos cercanos en los que observé la fusión del conflicto de la figura paterna con el ejercicio del poder.
Uno en República Dominicana y otro en México coincidieron en su esencia: padres fallecidos, de personalidad tan fuerte, que se convirtieron en “fantasmas” de las administraciones de sus hijos.
El primero, un candidato caribeño a senador, manifestaba su frustración personal al preguntar a quienes integrábamos su círculo más cercano por qué a su padre le bastaba expresar una sola palabra para que sus órdenes fueran cumplidas.
“Recuerda que tu papá fue político cuando era amigo del dictador y andaba en la calle con la 45 en la cintura”, le respondió uno de sus colaboradores, “hoy vivimos otros tiempos y en lugar de dispararle a quien no te hace caso, tienes que convencerlo”.
El segundo, un alcalde del norte de México en cuyo trienio colaboré, soportaba estoico, aunque molesto, las continuas referencias a su padre como el exitoso presidente municipal de años atrás, que vulneraban la percepción que tenía de sí mismo, pero que estaba moralmente imposibilitado para rechazarlas.
Podría citar un tercer caso, pero baste solamente decir que conozco al mismo “fantasma”, el que, por cierto, quisiera se me apareciera todos los días hasta hacerme entender la última frase, que en vida escribió a manera de epitafio: “Acuérdense que cada final es la oportunidad de empezar”, expresión aplicable a todas las personas, poderosas o no.