Me entero, por un apunte de redes, que Alex mi sobrino está jugando futbol este sábado por la mañana. El chaval es muy bueno en el dribling y el pique, y exhibe potencia en los balazos de media distancia.
Es apasionado, el muchacho. Cuando describe sus partidos se le va el corazón en evocaciones. Ha sido varias veces campeón y al mirarlo pienso en el jugador que de niño fui.
Nunca brillé como él, pero era igual de entusiasta. Lo imagino el viernes por la noche, emocionado porque al día siguiente hay partido.
A muchos nos pasaba, seguramente a él también, que, de chavos, nos íbamos a dormir con la camisa puesta, porque ansiábamos despertar temprano al día siguiente para ir a la cancha y comenzar a disfrutar nuestro juego que se convierte, durante una hora, en el momento más importante de nuestra vida.
La mañana en la que juega Alex es fría como aquella en la que estuve, hace 40 años, en la Cancha 2 en el conjunto deportivo de la Ciudad de los Niños, en Guadalupe.
El partido era un clásico local en categoría prejuvenil, de 13 años. Mi equipo el Asturias enfrentaba a la aguerrida escuadra del Zarabravo, equipo formado por chicos que se reunían cerca de nuestro barrio, en las calles de Zaragoza y Bravo.
En ese duelo que nunca olvido, hubo una jugada que me marcó para siempre. Me provocó tal impresión que aún hoy la evoco, como si fuera ayer.
El compromiso se jugaba a las 8, por lo que 15 minutos antes de la hora ya estábamos a un lado de la cancha, en espera de que finalizara partido que inauguró la jornada.
Era un día de enero, de frío de 2 grados, pero con un cielo despejado y un sol radiante. El viento cortaba como si pasaran por los brazos invisibles escalpelos. Lo bueno de ser deportista es que creces con una salud de buey.
Los castigos del mal tiempo calan, pero uno se los toma con risa, porque son una anomalía que sorprende, ante los días calientes que uno goza la mayor parte del año, en esta parte del Globo.
Finalizado el juego de espera, saltamos a la cancha y nos pusimos a patear durante los cinco minutos que el árbitro demoró en firmar la cédula de los equipos que se iban, entregarles las credenciales y echarse un cigarro.
Mientras arrastraba la redonda, para la calistenia, veía, en la portería de enfrente, a los muchachos del otro equipo que también tiritaban por las ráfagas polares mientras ensayaban tiros para estirar las piernas y hacer que el portero también se entibiaba.
En aquel tiempo los guantes del meta no estaban de moda, así que contenían la metralla con la mano pelona, y a esa temperatura, con las falanges rígidas, recibir un envío en la puerta era una hombrada. Inició el cotejo y nos pusimos en movimiento.
Yo me movía por la media cancha del lado derecho. Cuando recibí el primer balón me rebotó en el botín como una piedra.
Los gajos sintéticos se habían endurecido, y la bola era más pesada y resistente, por lo que había que meterle el empeine con el doble de fuerza para pasarla al compañero. Era extraña la estampa de actividad atléctica, porque en la cancha veía que por encima de las cabezas salía vapor de los cuerpos en movimiento.
Los que disputaban el balón o echaban el sprint, exhalaban una tibia nubecilla de vaho por la boca o la nariz. Ahora veo que eso es el futbol en su más pura esencia, como una forma lúdica de competencia en la que es indispensable empeñar el corazón entero, en cualquier circunstancia.
De niño uno es indiferente al entorno, cuando se trata de estar con el once de la colonia. Pero jugar cerca del punto de congelación es otra función. Afortunadamente la radiación natural nos entibiaba un poco, pero no lo suficiente como para no sentir los estragos del aire gélido.
Terminó sin goles el primer tiempo y nos retiramos a descansar un poco, buscando no aquietarnos, para no perder el calor que habíamos acumulado en la primera media hora.
Segundo tiempo
El complemento fue de un trámite intenso a la mitad del terreno, y con escazas llegadas. La Cancha 2 siempre fue la más grande y de las porterías más alargadas de aquel desaparecido predio mágico donde jugábamos, y llegar de un área a otra requería un esfuerzo enorme.
El partido agonizaba, cuando ocurrió aquella jugada que me marcó. Fue un corner en contra y, en el cobro, el balón entró en la olla.
Fue despejada de un cabezazo pero cayó por un costado. Uno de los rivales la tomó y escupió el centro, que de nuevo fue rechazado. La retomó uno de sus delanteros, despuesito de la media luna. La pelota estaba botando.
Como en un sueño lo veo ajustar la mira, echando un rápido vistazo a la portería para calcular distancia, fuerza y velocidad.
El rictus revelaba que la fortaleza de cada una de las células de su cuerpo, y toda la fe de la que hacía acopio, cuando iba a misa la Iglesia de Nuestra Señora de Guadalupe, se concentraron en su pie derecho, forrado por un tachón de vinil Canadá.
Yo estaba a un metro de él, era el encargado de marcarlo. Me interponía entre sus anhelos y el futuro, en el que se imaginaba saltando de emoción por el gol que iba a definir el partido.
Un estudio del Laboratorio de Entrenamiento Deportivo de la Facultad de Ciencias del Deporte de Toledo indica que, de acuerdo a la estimación de Relly y Thomas, efectuada en 1976, un delantero que juega en cancha reglamentaria anota en uno de cada diez disparos a puerta.
Análisis posteriores demostraron que no hay correlación entre la velocidad y posibilidades de anotar, así que se puede marcar con un cañonazo o con un toque suave. Eso sí, se ha comprobado que, para obtener precisión, el tirador debe reducir la rapidez del tiro.
El récord Guinness de un disparo a puerta es de David Hirst, 183 kilómetros por hora, y no fue gol.
El atacante jaló el gatillo. Atravesé el muslo desnudo y el balón me dio de lleno en la parte interna. Sentí que hasta mis tíos abuelos que tengo enterrados en el Panteón de San Mateo se retorcieron de dolor en sus tumbas, cuando me sacudió la dermis la pelota como si estuviera recubierta de clavos.
Una tralla de siete colas, azotándome la espalda, me hubiera provocado menos dolor. Vi estrellitas, en el azul de lo alto y el sol me estalló en la cara, como si de repente se me hubiera caído encima.
Los lagrimales se me desbordaron con dos pequeñitas gotas, que se me enredaron en las pestañas, a causa del frío, seguramente.
Mi corazón futbolero aulló pecho adentro, porque había actuado más allá del deber, mucho más. Mi muslo se había inmolado en el nombre del cero en la puerta.
Después de bloquear el balonazo, la pelota cayó muerta, y un compañero la rompió hacia la media cancha y hacia allá se fue el tropel a perseguirla.
Rengueando unos pasos, pude recuperarme y segundos después regresé al partido. Al final terminamos el encuentro sin goles.
Ver a Alex jugando, temprano y con frío, recordé que muchas veces el futbol produce los sufrimientos más deliciosos, pues nada se compara con la emoción que se siente con una buena jugada, un triunfo, aunque es justo aclarar, también, que nada se le compara a un balonazo bien dado en el frío.