Para que no se enojen los del IMSS primero voy contar primero lo bueno: el liderazgo que tiene Nuevo León en cuanto a trasplantes de corazón y pulmón en la Unidad Médica de Alta Especialidad #34, donde los médicos y el personal han salvado decenas o quizá cientos de vidas. Aplausos para ellos.
Pero ahora viene mi desagradable experiencia, que quizá es insignificante ante tantas quejas, carencias y deficiencias en atención a los derechohabientes en clínicas esparcidas en las zonas metropolitana y rural de Nuevo León, y quise compartirla porque por poco me infarto.
Desde que empecé a trabajar como asalariado hace casi 40 años procuro asistir al médico del IMSS aunque sea por una simple gripa, pues valoro el esfuerzo que hacen los patrones que pagan las cuotas de sus trabajadores sacrificando, en muchos casos, sus utilidades con tal de cumplir con las leyes laborales.
Ante ello reflexiono: ¿para qué voy a un doctor que cobra lo que quiere porque se quemó las pestañas estudiando (aunque hace pocos años tenemos acceso a consultorios más baratos en farmacias), si puedo hacer mi cita por internet en la UMF que me corresponde y tener gratis los medicamentos?
Y no se trata de que ande uno de llorón con el dinero, sino -reitero-: si los patrones pagan sus cuotas, a veces tardíamente y con penalizaciones, pues entonces hay que aprovechar que existe esa institución pública con todos su defectos y virtudes.
La semana pasada -¡por fin!- la doctora de mi consultorio en la UMF #3 de Colón y Félix U. Gómez de Monterrey me mandó con la especialista (quiero creer traumatóloga, por cierto bastante amable y receptiva) por molestias en un hombro.
Allá por octubre de 2023 me mandaron hacer rayos x y, por mi parte, me hice una resonancia magnética para despejar cualquier duda en el pronóstico que, para quienes están preocupados por mi salud, no es nada grave y tiene que ver con la acumulación de años.
Este viernes 19 la traumatólga rompió con el estereotipo que se cargan por décadas los médicos del IMSS que cuando un paciente asiste con un dolor lo despachan en menos de cinco minutos con una receta de paracetamol y neproxeno.
En mi caso no sucedió así. La doctora me interrogó sin prisa y anotó todo lo que le respondí: desde cuándo tenía la molestia, si era alérgico a algún medicamento, vio las imágenes de la resonancia, quiso saber el lugar exacto de mi molestia, y la pregunta que dio en el clavo: ¿qué edad tiene?
Se trata de unos ligamentos dañados por culpa de los huesos que se juntan en el hombro izquierdo y, para atacar el mal y antes de pensar en una cirugía, habrá que desinflamarlos con medicamento y terapia.
Y ahí viene lo bueno. La especialista me agendó una semana (que iba a ser del lunes 22 al viernes 26) en el área de rehabilitación ubicado en el viejo edificio de la UMF #3 con entrada por la avenida Colón.
Como soy una persona pendiente de mi salud (no hipocondriaco, aclaro), acudí el primer día mucho antes de mi cita de las ocho de la mañana y me atendió una persona joven con sudadera que cubría su cabeza con la gorra. Olvídese de que traía uniforme.
El lugar está reducido, con aparatos que necesitan ser remplazados por nuevosy, tras haber asistido a un centro privado de rehabilitación el año pasado por otros achaques, comprobé que está acondicionado con lo mínimo para atender a los pacientes.
Cuando entré, el joven -muy atento quiero ser claro-, me colocó unos electrodos en el hombro y me preguntó hasta cuánto podía aguantar. Me recordó el aparato de toques eléctricos que tomaba en las manos y pagabas en una feria o en una cantina para apantallar a la novia en turno, o a los amigos de parranda.
Para mi sorpresa la terapia duró solo diez minutos. Y cuando esperaba que me pusieran calor, gel y masaje en la parte lastimada la persona me dijo: “Es todo por hoy. Y si gusta mañana véngase más temprano y lo atiendo, que al cabo abrimos a las ocho”.
El martes 23, confiado de ese dicho, me presenté a las 7:10 y a las 8:00 me retiré sin terapia alguna, casi infartado del coraje. Supe que los dos terapeutas (espero que eso sean) estaban de pleito y cada uno tenía su grupo de pacientes. Para mi mala suerte me había anotado en la libreta equivocada, me ignoraron ambos y quedé en medio de la rencilla.
Confiado en que mis reclamos en la delegación del IMSS habían surtido efectos no me di por vencido y llegué al día siguiente a oscuras. Y para mi sorpresa y mala suerte no asistió mi terapeuta (quiero confiar que eso estudió). Y luego de no ser atendido, de nuevo a las 7:40 de la mañana me retiré sin derramar tanta bilis. Sonriente y analítico.
Recordé la principal excusa de los directivos del IMSS cuando algo malo trasciende a la opinión pública -por mínimo que sea como una mala cara del empleado de la farmacia, de la recepcionista del consultorio o del mismo doctor-: “Es que estamos saturados de derechohabientes; no hay doctores, no hay camas y escasean los medicamentos”.
Al día siguiente en mi trabajo pregunté a seis compañeros que con qué frecuencia van a atenderse al IMSS, y cuatro me respondieron que “nunca”, “Dios nos libre” y “mejor me voy a una Farmacias Similares aunque pague la consulta y los medicamentos”.
Y de nuevo reflexioné: si esos miles o millones de derechohabientes y sus familiares que deberían ir fueran a consultar, a cambiar sus recetas en la farmacias, a realizarse exámenes de laboratorio y a recibir otras atenciones como rayos x en clínicas de primer nivel, el IMSS ya hubiera muerto desde hace décadas.
Pobre IMSS.