No hay nada tan expuesto a la crítica de los medios informativos y de las multitudes atentas a un partido de futbol, como el actuar de los árbitros. En todo el mundo hay millones de “árbitros” en los estadios y pegados a una pantalla que juzgan, minuto a minuto, el papel de los silbantes. Con gafete o sin gafete de FIFA, y sin conocer el reglamento oficial, hay quienes se sienten autorizados para meter su cuchara en las decisiones más simples, y no se diga en las trascendentes, de un partido. Sobre todo si tal partido es transmitido en imágenes a nivel internacional. Que si fue mano de un jugador dentro del área y no se marcó la pena máxima; que no fue mano, porque el balón le pegó en el hombro; que fue un faul que merecía expulsión o que el golpe no fue para tanto o el agresor no tuvo intención de la infracción; que si el balón rebasó “por un pelito” la línea de cal de la portería y debe marcarse como gol o que el esférico no alcanzó la línea de cal y ni siquiera la repetición en imágenes de la acción, deja claro cuál es la postura correcta; que sí estaba en posición adelantada y tomó ventaja para meter el gol o que no, porque salió en busca del balón después de que su compañero le lanzó el pase, etc., etc.
De ahí que es ya un lugar común hablar de deshonestidad de los árbitros en algunos momentos claves de los juegos. De señalarlos de vendidos o de mostrarse intimidados ante el peso de varios protagonistas en la cancha, así como de ser serviles a unos colores a los que les han apostado desde niños y, claro, de tratar de quedar bien con los clubes más relevantes de un país. Total: se trata de desacreditar y a veces hacer pedazos los señalamientos polémicos de los jueces, centrales o abanderados, especialmente si se siguen las protestas de los entrenadores o de los jugadores que se sienten afectados y gritan con furor que fueron “robados”. Y aunque sí se dan, de cuando en cuando, hechos vergonzosos bien comprobados de árbitros que no debieran ejercer tan difícil profesión por su falta de integridad moral, de ninguna manera hay que generalizar, porque de esa ligereza provienen acusaciones que están fuera de lugar.
Por eso, no es raro que la explosión de emociones negativas devenga, en ocasiones, en incidentes lamentables contra la persona de quien está a cargo de aplicar el reglamento en el rectángulo de juego. No hay consideración sobre la realidad de que se trata de un ser humano como cualquiera que puede cometer errores en un trabajo que requiere silbar instantáneamente lo que su percepción le dicta, en medio del ajetreo de unas acciones que no siempre se pueden presenciar a corta distancia o que se empañan por la velocidad en los movimientos y recorridos rápidos de un lado a otro. Se ha comprobado, inclusive, que la aparición del VAR (Video Assitant Referee) como elemento aclaratorio de dudas en la cancha no siempre es efectivo, aunque, claro, obra como un buen auxiliar para observar con detenimiento las jugadas que desatan controversia y ayudan a clarificar los señalamientos para evitar sospechas de mala fe o intención personal del juez central. Pero hay fanáticos que llevan las cosas a otro nivel y no dejar de insistir que el América lleva mano en los favores arbitrales, sin analizar la calidad de sus jugadores carísimos y la efectividad de su actuación en la mayoría de los partidos. Y lo peor entre algunos energúmenos es terminar a golpes sus debates en el graderío en las reuniones caseras, con el licor de por medio.
Por su parte, los cronistas, analistas y columnistas de los medios informativos contribuyen a su manera en los arrebatos contra los silbantes, pues en su papel de intermediarios en las decisiones sobre una jugada quizá sí toman en cuenta las 16 reglas con que se guía un silbante (o una árbitra, ahora), se les olvida el valor del criterio en que se fundan sus decisiones. Y el criterio es el que sobresale en este tipo de juicios. De modo que lo que para unos es motivo de sanción, para otros no cubre los requisitos totalmente, y lo que unos ven como legítimo un gol, otros no están de acuerdo por un mínimo detalle.
Así es que si seguimos pensando que el árbitro (a) no debe equivocarse, le estamos atribuyendo un cierto grado de divinidad, pues ¿quién que es humano no falla en sus actividades u oficios? Es decir, no debemos exigir el grado de perfección a nadie, y mucho menos en las circunstancias en que trabaja un juez dentro de una cancha, expuesto siempre a las multitudes en lo que hace en 90 minutos o más. Y erramos nosotros también si no consideramos el criterio, tan íntimo en cada una de las personas que gustamos del futbol soccer, como guía de acción al momento de decidir lo que su conciencia le dicta al silbante y a cada uno de nosotros. Porque lo claro y explícito no despierta ni sospecha ni polémica, pero en lo confuso sí debemos hacer valer el criterio personal cuando emitimos cualquier juicio.