Después de un par de días nadando en pensamientos jóvenes, me escupe la bestia que hace cuatro horas me tragó y, decidido, saco de sus entrañas lo poco que es mío.
Pienso sólo en reconciliarme con la cama y convencerme de que soy capaz de dormir sin tener que enroscarme para cerrar el paso al frío y la soledad.
Pocos viajes me quedan por delante y menos aún tengo ilusiones pendientes de saborear; me sobran, sí, culpas por expiar y desvergüenza para cubrirlas con supuesta inocencia.
Regreso de un encuentro de ideas con gente cuya edad es apenas suficiente para sospechar que la maldad existe, bajo del autobús que me regresó a la realidad ante la que cierro los ojos, saco de su cajuela el equipaje y camino en el andén de la central camionera junto a la ilusión de expandir mi humanidad sobre el sinuoso colchón de casa, el mismo sobre el que están la piel y el corazón que ahuyentan a la parvada carroñera que todas las noches me visita, siempre deseosa de saborear mis vacíos y pecados.
Mi disfraz se topa con mil más y cuestiono su efectividad para engañar a la muerte, aunque admito su capacidad para amenizar la espera del final de todos. No soy el más miserable en esta colectividad, ¿pero tampoco seré el menos solo?, le digo a mis adentros con la esperanza de que guarden su respuesta.
Cargo ahora con algo más que el miedo y las ansias de abrazar. Acabo de comprar una botella de agua con un billete que se convirtió en decenas de monedas que lastran mi cansado paso.
Mientras atisbo el paisaje de salidas y llegadas para encontrarme pronto con quien se rehúsa a dar por perdida mi lucha contra recuerdos y expectativas, un semejante llama mi atención.
Envuelto en sucísima cobija de color sepultado por la nostalgia que provoca la ausencia del jabón, calzado con desgastadas pantuflas de plástico, un hombre de unos 25 años, piel blanca, barba y pelo negros irrumpe en la terminal.
Aborda a pasajeros y acompañantes para pedir, en tono sereno y sin amenaza alguna, su cooperación para comer. Su pase de lista a la solidaridad lo hace lejos de mí, tanto que me pregunto, primero en broma y luego en serio, si está evitándome por mi aspecto adusto o imagen de insolvencia.
Por fin, llega a mí. Tras un par de minutos observándolo creo que lo conozco bien, lo que permite anticiparme con palabra y acción a su solicitud, provocando su sorpresa expresada con un tímido “sí” y la ligera extensión de su brazo.
No, no fue la compasión, sino la necesidad de aligerar mi carga física lo que me hizo sacar de la bolsa del pantalón un puñado de monedas que vacié parcialmente en la palma de su mano, con la intención de reservar cierta cantidad para mí.
Cuando me disponía a retornar a mi pantalón el dinero sobrante, varias monedas cayeron causando una situación que equilibró el marcador de sorpresas. De inmediato el joven las recogió del suelo, primer acto que supuse sería seguido por un segundo en el cual saldría de escena llevándose las monedas levantadas.
Con amabilidad y sin prisa, esperó que pusiera orden en mis manos y bolsillo para regresármelas. “Llévatelas”, expresé antes de aceptar ante mí el amor que en público niego tener al dinero.
Salí de la central camionera, abracé a quien espanta los buitres que vienen por mis contradicciones, terminé el día con menos peso y, sobre todo, entendí que a la honestidad le gusta disfrazarse.
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