La desigualdad económica y social se hereda, asume y padece. Pero, aun aceptándola con sumisión y manteniéndola ajena a cuestionamientos, también duele a quien la observa.
Mi turno está lejano, pero es razonable esperarlo. Trato de distraerme, primero pensando en las causas del dolor que experimento, aunque me bastan unos cuantos segundos para abandonar esa misión de tan evidente fin masoquista.
Dejo mi faceta de terapeuta e ingreso a la que está de moda: analista de debates políticos. Emito de inmediato en ella dos postulados que respaldan mi sesudo desglose de la realidad preelectoral.
Confirmo así que “prometer no empobrece” y lanzo a la arena pública la sentencia que advierte que “cuando dos o más cerdos entran al lodo, todos se salpican”.
Infructuoso resulta este nuevo esfuerzo. No tengo otro remedio y debo resignarme, una vez más, a la observación del dolor de los otros, que quiero desaparecer porque me lastima.
Estoy en el consultorio del Doctor Simi de mi colonia, donde trato de escapar de su contenido de desigualdad, pobreza y estoicismo en el todo de una realidad que ignoro si es propia de las comunidades del animal humano o condicionada por la vileza de algunos de sus individuos.
En una pared leo que su presidente fundador fue propuesto para el Nobel de la Paz, lo que me hace admitir que desconozco sus méritos, pero lleva también a reconocer que consultorios como este tal vez no existen en Dinamarca, pero sí que en México contribuyen a paliar la desigualdad y, por lo tanto, a reducir la dosis de uno de los nutrientes de la guerra.
Pero ni así escapo del rostro de la niña con los ojos entrecerrados, hinchado y preocupantemente abandonado, ni de la fuerza con la que abraza a quien tiene en su mamá asidero de vida. Tampoco puedo huir del llamado contrastante de otra menor, que en este ambiente exhorta con su imitación del rugir del dinosaurio de cola mutilada que arrastra en el piso, a construir la propia realidad. Desparramo la vista y le doy la razón.
Cabellos obligados a ser rubios, pantalones cortos proclives a la anarquía de las tallas, piernas con huellas de la victoria de los insectos que no por sabida gusta del anonimato y chanclas sucias de plástico adaptables a todo género forman un conjunto que pregunta, sin quererlo, qué pecados tiene el pobre y qué merecimientos tiene el rico para hacer diferentes a quienes nacen iguales.
Por fin, entro al consultorio diciéndome que no cedí el paso a la niña de los ojos entrecerrados asida a su madre, porque sé que el doctor revisará en pocos minutos mi radiografía. Cumplo con la promesa no solicitada y salgo con mi culpa reducida.
Subo a mi auto compacto modelo 2022 y dirijo a casa para cenar, cuestionar la desigualdad y dormir bajo el aire acondicionado. Esta sociedad está condenada al fracaso por sus contradicciones, concluyo cerrando los ojos, sabiéndome sano, cómodo e inmerecidamente desigual.
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