Desde hace poco más de tres semanas me he visto en la necesidad de moverme en transporte público, específicamente el camión.
Debido a una intervención quirúrgica de emergencia (nada grave, me extirparon el apéndice y fue por laparascopia), el médico me ordenó que durante un mes dejara en la cochera mi amada motocicleta.
Como en casa solo hay un auto familiar y ese lo ocupa Oriana, durante este tiempo decidí hacer lo que millones de residentes de la zona metropolitana y utilizar el transporte público, total ¿qué podría salir mal?
Debo decir que en mi caso tengo suerte, en la esquina de mi calle pasa el Ruta 50 que me embarca en un viaje que, en promedio, dura 30 minutos e incluye una caminata de un kilómetro… a nadie le hace daño hacer algo de ejercicio ¿o no?
Y aunque en papel la cosa suena bastante cómoda y conveniente, debo decir que la realidad es mucho más fea… algo que confirmarán a diario millones de regiomontanos.
Usando como ejemplo mi Ruta 50, debo decir que el número de camiones para la demanda de pasajeros es insuficiente, no hay hora que la unidad no vaya llena y pensar que vas a viajar cómodamente sentado es una utopía.
Sin embargo, cuando la cosa se pone del terror es de las 5:30 de la tarde a las 8:00 de la noche, cuando se vuelve prácticamente imposible poder subirse a un camión de esta ruta en la calle Ocampo (que es donde normalmente lo tomo para regresar a casa), pues todas la unidades vienen totalmente llenas, al grado que, en ocasiones, la puerta apenas se cierra por un milagro de la Virgencita plis plis.
Y no crean, he intentado de todo, hasta subirme al Metro y bajarme en la Estación Cuauhtémoc para de ahí agarrar el camión en el cruce de Colón y Cuauhtémoc, que ese donde cientos de personas lo toman y termina llenándose.
Obviamente este periplo significa más tiempo y un gasto extra, pues debo pagar el boleto del Metro que (ya me tocaba una buena), me subsidia el gobierno “fosfo fosfo” con la aplicación Urbani.
Total que llegar a mi casa a tiempo de la cena me condena a jugármela en camiones atiborrados de usuarios quienes, como yo, se han resignado a sufrir en el trayecto a sus hogares.
Y no crean que el resto de las rutas están mejor. A diario me tocar ver filas y filas de personas esperando el camión para llegar a su destino.
Durante estas semanas, mientras tengo que soportar la panza de un trabajador de la construcción apretándome el costado sin posibilidad de moverme a otra parte pues cada centímetro cuadrado del camión está ocupado por otro ser humano; me convenzo que la llamada nueva movilidad en Nuevo León es una broma de mal gusto.
Los Naranjas presumen que han llegado más de 2 mil camiones pero, por más que me he esforzado, no veo que eso haya servido siquiera para aliviar un poco las necesidades de los usuarios.
Lo peor es que durante la pasada contienda electoral, todos (sí todos) los que andaban mendigando nuestro voto hablaban de cómo en unos años la entidad será un ejemplo nacional de nuevas vías para llegar a nuestros destinos.
Hablan de más camiones (insisto, ¿cuáles?), líneas del Metro (que van a paso de tortuga), ciclovías (¿con este sol? mejor méntanos la madre) y sabrá Dios cuántas otras ilusiones que suenan como un insulto para la inteligencia de los ciudadanos.
Ofenden porque sus proyectos los avientan desde la comodidad del aire acondicionado de sus Suburbans, pues en su vida se han subido a un Ruta 50, un 223, un Estanzuela o un Túnel.
En resumen: moverse en transporte público en Nuevo León es una pesadilla de la que millones de personas nunca podrán despertar.
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