Es muy probable que en alguna de sus andanzas por la Armenia bizantina, el entonces general y primer sobrino del Imperio Romano de Oriente, Flavio Petro Sabatio, o séase Justiniano, compró a los persas un esclavo eunuco llamado Narsés. No era un cualquiera, perteneció a la familia armenia Karen, de origen parto. Era hijo del derrotado príncipe armenio Arshavir II Kamsarakan. Los persas capturaron a Narsés, cortaron sus atributos fisiológicos masculinos (no precisamente la barba), y lo mandaron a cuidar un harem. Justiniano liberó a Narsés y una vez que fue emperador, lo conservó como administrador y consejero: la mejor inversión de Justiniano. Con este Narsés Kamsarakan quedó demostrado que las “joyas de la familia” son como toda joya, puro adorno, porque eunuco y todo resultó ser un excelente administrador y mejor guerrero.
Quiero suponer que Narsés también fue muy sensato, y apoyó pero no aconsejó a Justiniano la aplicación de su “Plan C”: la restauración del Imperio Romano. En esas obras tuvo éxito en Italia, donde fracasó Belisario, el más prominente general en ambos imperios durante el siglo VI. Como en el Movimiento de Regeneración Imperial (derechairiza oriental) había mucha grilla, intrigaron contra Narsés. Se cuenta que se ordenó a Narsés regresar a Constantinopla porque su lugar como eunuco era “hilar junto a las mujeres”. Los historiadores chismosos gustan de adornar los hechos con moñitos, pendejuelas y filacterias, insidias y falsedades divertidas, (y no hablo del infame Procopio de Cesárea o el redomado Krauze); ellos cuentan que Narsés respondió al insulto asegurando que obedecería, pero que dejaría en Italia una madeja nada fácil de deshilar. Y así fue. Un error de cálculo, porque las victorias en Italia no se llamaban Justiniano, se llamaban Narsés. La política es la guerra en guiñol, análoga y a veces idéntica.
Como últimamente he estado cultivando mis achaques, y todo apunta a que seguiré haciéndolo incluso póstumamente, me entretengo alimentando palomas, leyendo episodios históricos y viendo videos de gatitos. Pero la cabra tira al monte, y me interesó el tema de Justiniano y Narsés, porque si bien no puedo establecer paralelismos exactos con nuestra actualidad política, sí me queda claro que la madeja del eunuco imperial es una constante en cada proceso de transición, sea terso o rugoso. Un espectáculo actual que me he estado perdiendo por prescripción: Rx dixit… O casi, porque no faltó el inquinoso que azuzó mi curiosidad insana comentándome sobre un bailarín exótico de dudosa filiación ideológica metido como cuña en el inminente corpus legislativo morenista. Mi querido amigo Insidio “N”, dice que como el saltimbanqui en cuestión tiene “una bolita que le sube y le baja”, regalarle una diputación es como jugar a la ruleta: nunca se sabrá en dónde caerá la bolita. Una preocupación comprensible pero, le digo a mi amigo, intrascendente frente al proceso de transición política y administrativa en el oficialismo. Sergio Meyer sólo muestra algo de la paja que hay en la reconfiguración de todas las bancadas. En la oposición se nota más la escoria, sí, pero porque son menos, y son los mismos.
En esta transición, el frenesí mediático apunta a la sucesión en PRI y PAN, la creación de un nuevo partido (¿sólo uno?, ¡tacaños!), las bromas postelectorales de Bertha X tan desvalida de titulares, el lawfare para párvulos de la señora Piña y sus secuaces, el anticipo del nuevo gabinete, los zipizapes en los diálogos por la Reforma al Poder Judicial… y así: ¡pataletas!, ¡dispersión!, ¡frivolidad!, ¡paja! A los millones de electores que votaron en junio, y a los otros, que no votaron pero que podrían querer hacerlo dentro de tres años, no les interesan esas cosas. Están, por primera vez en décadas, calibrando la puntería y la fuerza real del voto. La democracia es como andar en bicicleta: se entiende aprendiendo a pedalear.
Votar es apenas subirse a la bicicleta, hay que mover constantemente las patitas, o iremos a dar al suelo con todo y democracia.
En casi todos esos escenarios escandalosos, sazonados con cayena y glutamato de morbo, los electores sin filiación política no tienen ni vela, ni entierro, ni difunto. Son bocadillos gourmet para degustación de la comentocracia, que hará ya sus propias interpretaciones y profecías apocalípticas. Los ciudadanos no pueden hacer algo en esos casos; sólo se enterarán de consecuencias y resultados. No importa la sucesión interna en el PRI y el PAN; son decisiones de sus militantes, que ya deberían saber que lo que decidan no resucitará a esos partidos. Los electores son los que dirán: “¡Levántate y ándale!” Los militantes no evaluarán su elección interna, lo harán los electores en las urnas. Los ciudadanos tampoco pueden intervenir en la campaña golpista de la impune ministra Piña y los feligreses de ese culto judicial. Sólo queda ver cómo se exhiben, y sufrir su éxito o celebrar sus fracasos. No tienen que venir a catequizarnos desde otros países. Como allende, aquende ya se ha mostrado y demostrado que hay un impulso mundial tratando de concentrar una falange económica en los poderes judiciales. Como diría el clásico: “Lo que se ve, no se pregunta”. Lo más que se puede hacer en ese sentido es indignarse o hasta encabronarse de que todos los intentos tanto de la oposición como del Poder Judicial, parten de una base: ignorar la aplastante derrota que han sufrido en las urnas, ir contra la voluntad manifestada claramente por los electores. Ni todos los ministros, magistrados y jueces tienen la facultad de torcer eso, derechizarlo. ¿Se equivocó el elector? Pudiera ser, pero el elector es el que manda, y si el que manda se equivoca, pues vuelve a mandar. Así de sencillo. Pero, ¡ojo! La derecha, ultra o progre, no es democrática, por sus principios ideológicos e intereses conexos no puede serlo. Para la derecha los procesos democráticos son herramientas para llegar al poder y, eventualmente, secuestrar esos procesos. Eso ya lo hemos visto durante años. Pero la derecha, paradójicamente, sí es necesaria. Por lo menos en tanto los partidos progresistas (que no fantasías “comunistas”) se propongan como coaliciones. Pero, no olvidar que una coalición de partidos es un anuncio de la debilidad de todos o parte de sus miembros. Lo demostró el titiritero empresarial Claudio X con su mojiganga de coalición.
Respecto al gabinete de doña Claudia, tampoco tenemos por qué meternos. Puede sorprender, hasta inquietar, pero no más. Por encima de las opiniones de los “expertos”, los electores conocieron el proyecto de gobierno de la doctora Sheinbaum, lo autorizaron con el voto, ahora le toca a ella seleccionar las herramientas, y a los electores les toca esperar y luego, por supuesto, exigir resultados. Ni los electores, ni los comentócratas, ni los partidos, tienen derecho a imponerle un equipo con el que ella va a trabajar. En el festivo tema de Sergio Meyer, las cosas cambian. Se trata de otorgarle un cargo que implica una representación popular trasliterada que no tiene ni entre sus “fans”, si es que los tiene. Si hubiera sido electo por medio del voto, los demás electores tendrían que aguantar. Pero ni eso. Se trata de un regalo, una de esas cuestionadas y cuestionables legislaturas “pluris”. Todos los electores tienen todo el derecho del mundo para disentir por una decisión cupular que no ha tenido una explicación clara, y dudo mucho que la tenga. Si los morenistas y sus aliados pueden cuestionar ese regalito, los electores hasta pueden exigir explicaciones y su revocación. ¿Aguantaría el bailarín una “encuesta” o una consulta pública? No lo aseguro, pero no lo creo. Lo dicho: la 4T no es un partido, sino un movimiento social, y son los electores, no los partidos, los que le dan dinamismo. Imponer criterios oscuros desde un partido es iniciar un proceso de ruptura con esos pies que le dan potencia a la bicicleta democrática. Hasta la disidencia interna en la coalición oficialista debe ser ventilada públicamente. ¿Qué? ¿No entendieron cómo ven los electores a un partido autoritario, despótico, dictatorial? Ahí está muy a la mano el desazogado espejo del PRD, PAN, y la franquicia de “Alito”, el PRI.
Un tema que parece festivo es el que Carlos Alazraki haya “invitado” con todo “cariño” a Claudia Sheinbaum a su cloaca digital. No podía perderme ese cínico dislate. Y no se equivoquen. No se trata de una invitación sino de un reto, una provocación. Algo tan ajeno al periodismo y a la dignidad como ese programa y su ridículo staff de opinadores, no podía hacer otra cosa que evidenciar lo que otros medios opositores hacen ya con un poco más de desesperación que de discreción. Claudia Sheinbaum necesita iniciar su gobierno con dos características indispensables: una definición personal e ideológica clara y sólida; y una comunicación sistemática y consistente con los ciudadanos; su sede de gobierno no debe ser Palacio Nacional sino la calle. Debe ser muy cuidadosa al elegir los medios que use y el estilo de difusión informativa en cada caso. Ni López Dóriga, ni Latinus, ni Reforma, ni otros tantos medios son ya creíbles para los ciudadanos. Sólo merecen información escueta (notariada, por si las desinformativas dudas), técnica, distante, el boletín: ni silencio ni censura, sino desprecio oficial. Ya no sirven como medios de comunicación realmente masiva y confiable, y el resultado de las elecciones pasadas lo demuestra muy bien. Ellos necesitan aparentar cercanía y objetividad frente al nuevo régimen para mantenerse no como medios sino como empresas: vender y/o venderse. Bien pocos medios convencionales son todavía buenos vehículos de comunicación entre ciudadanos y gobiernos; de ida y vuelta, si no, no. El relevo lo tiene una prensa alternativa, informal pero directa y crítica. No toda, pero hay buenos espacios para mantener activa esa comunicación, vital, absolutamente necesaria para el avance de la 4T.
Insisto en que no es momento para perder el tiempo distrayéndose con exhibiciones mediáticas de pésima calidad. No se debe volver a los tiempos en los que la responsabilidad del ciudadano terminaba al dejar su voto en la urna. Es necesario reflexionar, madurar una nueva perspectiva de gobierno donde el ciudadano se incluya y no espere a ser incluido; los motores de toda revolución, cruenta o incruenta, no son sus capitanes ideológicos sino la infantería. Si en esta transición siguen enredando la madeja contradiciendo a la voluntad popular manifestada en las urnas, los electores no se van a entretener deshilándola, no tienen tiempo. Un machetazo al liacho, y ¡voilá!
¡Ahí se los haiga!