Recientemente leí una nota periodística tan importante que no fue desplegada a ocho columnas, pues ese espacio suele dedicarse a asuntos de menor trascendencia, como la búsqueda del poder político o la comicidad involuntaria de quienes asumen que la transformación de la sociedad es un acto de fe, no resultado del cambio de visión de cada individuo.
La nota a la que me referiré sacó del archivo de mis recuerdos la ocasión en la cual una compañera de trabajo me distinguió con su confianza, cuando en un café me compartió que sufría un dolor muy grande, producto de la negativa de su pareja para hacer vida en común.
Imprudentemente, me aventuré a encontrar una explicación a su sufrimiento suponiendo que estaba involucrada con un hombre casado o con alguien que poseía expectativas en las que no cabía el compromiso.
—No es nada de eso —me corrigió primero y luego abundó en la causa: las creencias de la familia de su pareja rechazaban la relación, a tal grado que, aun amándose ambas personas, era inaceptable su unión.
—Cuando te diga quién es, vas a dejar de ser mi amigo y me vas a rechazar —continuó hablando mientras sacaba de su bolsa de mano una pluma y luego anotaba algo en una servilleta.
Me alarmó su advertencia y reconocí en silencio que no tenía ninguna idea acerca de la razón que provocaba el sufrimiento de mi amiga. Pronto su escrito despejó toda duda:
“Is a girl (es una chica)”.
Seguimos platicando, hizo a un lado la servilleta y abordamos ese y nuevos temas, propios de su excelencia humana y profesional.
Traigo a colación este episodio por la reciente nota publicada en El Siglo de Torreón, relativa a un derecho amenazado por ideologías políticas y concepciones religiosas, pero también por los prejuicios, creencias y quizá hasta debilidades inconfesas de algunos ciudadanos.
La nota abordó el caso de las “terapias de conversión”, práctica ya prohibida en México, pero que de acuerdo con fuentes periodísticas sigue presente en La Laguna.
La flagrante violación de los derechos humanos que constituye forzar el cambio de las preferencias sexuales de las personas a través de esas “terapias”, de entrada parte de un supuesto falso, pues la homosexualidad no es una enfermedad y sí una decisión que pertenece estrictamente a la vida privada de las personas.
Mario Fausto Gómez Lamont, especialista en estudios de género, declaró a El Siglo que si bien hay avances en el reconocimiento de los derechos de la comunidad LGBTQI+, es necesario que existan condiciones de protección para hacerlos justiciables. “ …La situación aquí, es: ya se prohibieron las terapias de conversión, pero ¿qué sigue?”.
Si bien han sido visibilizados esos “tratamientos” que atentan contra uno de los más elementales derechos humanos, el especialista considera que hace falta que la sociedad permanezca atenta y los gobiernos vigilen las prácticas dirigidas hacia la salud mental.
“Los derechos sexuales y reproductivos son parte de nuestros derechos humanos, y garantizan que todas y todos ejerzamos nuestra sexualidad con libertad y sin violencia para desarrollarnos plenamente en todos los ámbitos de la vida”, resume el Consejo Nacional de Población (CONAPO).
El artículo 1 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, que más que un documento con buenas intenciones es elemental reconocimiento de la lógica de la naturaleza, ajena a la tergiversación del hombre convertido en lobo del hombre, agrega:
“Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros”.
Tratar de imponer preferencias al individuo, lleva a cuestionar si ejercer la libertad es decisión de uno o concesión de otros.
Erigirse como vocero de la divinidad o de la naturaleza para señalar cuál debe ser la orientación sexual de una persona, por lo pronto constituye un acto de soberbia superlativo, que, este sí, bien podría merecer la hoguera eterna.
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