En sus últimos días como presidente de México, Andrés Manuel López Obrador se ha dado a la tarea de destruir, desmembrar y desestabilizar el país que dejará a su sucesora. Al parecer, tendrá uno de los arranques de sexenio más complejos de sexenio, desde hace más seis décadas, con excepción del sexenio de Ernesto Zedillo, quien enfrentó una de las peores crisis económicas de la vida moderna de México.
La nueva presidenta, además de lidiar con una hacienda pública insuficiente, enfrentará la crisis de seguridad derivada del elevado número de desapariciones y homicidios que ocurren en el país, así como el enfrentamiento entre diversos cárteles, en Sinaloa como en Nuevo León, Michoacán y otros estados donde el crimen organizado tiene un control casi gubernamental. La política de abrazos, no balazos, ya demostró su total ineficiencia para devolver la seguridad a los mexicanos.
Además, la nueva administración también recibirá un sistema educativo y de salud en crisis, con serios rezagos en la calidad, infraestructura y recursos, tanto en las clínicas como en las escuelas, que distan mucho de la promesa presidencial de estar al nivel del primer mundo.
Sin embargo, la más grave crisis que tendrá que enfrentar, y que exigirá toda la inteligencia y astucia que pueda tener, es la crisis constitucional que ha propiciado la apurada y cuestionable reforma al Poder Judicial.
Una crisis constitucional ocurre cuando el marco legal y político de un país, normalmente guiado por su constitución, se enfrenta a una situación en la que las reglas fundamentales no se pueden aplicar o son gravemente desafiadas.
Estas crisis ponen en riesgo el orden político y pueden llevar a la inestabilidad, al debilitamiento de las instituciones y, en casos extremos, a cambios radicales en el sistema de gobierno.
El conflicto generado entre los Poderes Ejecutivo y Legislativo contra el Poder Judicial, al aprobar de manera unilateral la reforma constitucional a ese Poder, para elegir en las urnas a los integrantes de este último sin considerar la opinión de los integrantes de la judicatura, constituye un grave riesgo al sistema de impartición de justicia en México. Genera inquietud entre jueces y justiciables, y facilita a los grupos del crimen organizado puedan acceder a cargos judiciales, lo que abre una brecha enorme a la ya grave crisis de impunidad ante los delitos de alto impacto.
Al comprometer la independencia judicial, se corre el riesgo de desmantelar uno de los principios fundamentales de una democracia: la separación de poderes.
Esta reforma es contraria a los tratados internacionales que México ha firmado y se ha comprometido a respetar, ya que estos tratados están en el mismo nivel jerárquico que las normas constitucionales.
Además, desafiar desde el Ejecutivo al Poder Judicial en los últimos días de su mandato sólo significa que dejará que le estalle la bomba de esta crisis de constitucionalidad a su sucesora.
El éxito del próximo gobierno, dependerá en gran medida de su capacidad para contener esta crisis constitucional. Si no lo logra, no solo la imagen de México en el exterior y la estabilidad política del país estarán en juego, sino el futuro de nuestra democracia.