El partido que vivió la afición de Tigres la noche del viernes fue algo que hace mucho tiempo no se vivía. Un partido emocionante, de constante vaivén, de intensidad y emociones que se habían ausentado por décadas del estadio nicolaíta.
Recordemos que la parsimonia de jugar en cámara lenta, paseando la pelota de aquí para allá, hasta que los 11 la habían tocado era que se decidían ir al área rival, avisando a todos las intenciones, fue el sello de este equipo por muchos años.
Que le dio muchas copas, cierto, pero emociones no tantas. Se sentían el Barcelona, pero eran un disco de 45 RPM tocado en 16… como las cumbias rebajadas de los cholombianos de la Fome.
El León fue valiente y se dio cuenta, como el San Luis días atrás, que si tienes la pelota y la mueves con solvencia y rapidez, puedes hacer daño.
Un viejo Pizarro que va sin mucho sentido al frente porque no aporta gran cosa, sobre todo si se pierde y se queda a medio camino, como en la jugada que le hace Alvarado atrás de mediocampo, anticipando, cubriendo el balón, ganando, tocando rápido para que un compañero tirara el latigazo a la punta izquierda y luego Hernández centrara y el que aparece, fue el mismo Alvarado al que ya nadie siguió y remató a placer.
El gol se los repitió Alvarado, pero lo echaron para atrás por un jaloncito de los que hay por montones en cada juego y no se marcan jamás; Tigres ofreció en ofensiva una variedad impresionante de llegadas, sobre todo por el partidazo que jugó Córdova, no tanto sus socios Antuna y Herrera, primero, luego Laínez y Marcelo que aportaron menos que los que sustituyeron.
Y no pudieron hacer tres más gracias a la impresionante actuación de Alfonso Blanco, que sacó unas que ya se cantaban.
Bruneta apareció para hacer un gol y listo. Ese tanto le servirá para desaparecer las siguientes cinco fechas, tal es su costumbre por estos rumbos donde ciertos futbolistas se pueden dar el lujo de jugar un partido bien por ahí, y echar la siesta un mes y medio seguido, sin rubor alguno en sus mejillas y sin que nadie se lo recrimine.
Es como el arquero felino, que se da el lujo de nahuelearla cada cierto tiempo, solo por diversión.
Y en ese partido lo hizo de nuevo. No contó el gol que provocó, gracias a que el reglamento en el futbol mexicano es adaptable, dependiendo del equipo que se trate, la televisora, la casa de apuestas que te patrocine o el arreglo que hayas hecho desde el arranque del torneo con los dueños para blindar tu camino hasta levantar la Copa. Atlas y América, saben de eso en los últimos años.
Lo que pasó anoche en el Universitario fue tan escandaloso como han sido los últimos años otro tipo de circunstancias donde los mismos equipos locales han sido perjudicados por decisiones orquestadas tras el escritorio de la mafia que maneja el fútbol en México.
Una mafia que algunos medios sutilmente dejan entrever porque no pueden hacerlo abiertamente, dado que los periodistas futboleros –en su gran mayoría– son controlados también a través de los patrocinios de las casas de apuestas de donde salen sus sueldos. En pocas palabras, el fútbol está convertido en una caja de estiércol.
El partido, para la afición felina fue un partidazo en ofensiva lleno de adrenalina y emociones; y un desastre a la defensiva, si el modesto equipo sotanero viene y te hace cuatro goles, no puedes esconderte tras la casi transparente cortina de las excusas.
Del penal en favor del León que hubo sobre el minuto 100 de Joaquín sobre Cádiz, ya ni hablamos…
El resultado puede decir cualquier cosa 2-2, si quieren, pero que aquello fue un atraco flagrante, no puede ocultarlo nadie. Se pueden hacer tontos, si quieren, ustedes y yo sabemos que fue un robo asqueroso.