Algo está pasando, o dejando de pasar, en el futbol mexicano profesional que ha alejado al público de los estadios de primera división.
La primera interpretación, y la más obvia quizá, es que el nivel de la mayoría de los equipos no es lo suficientemente atractivo para invitar a los aficionados, incluyendo a los propios. Y algo hay de eso, porque con los tumbos que han venido dando escuadras como Puebla, Juárez y Mazatlán, los irregulares de Pumas, León, Atlas y Necaxa el espectáculo ha quedado a deber. ¿O no?
Se sabe que hay organizaciones que tienen como objetivo la formación y venta de jugadores, otros tratan de sobrevivir en la medianía de los resultados que los lleven a quedar en posibilidades de la mitad de la tabla para colarse al repechaje y en un golpe de suerte hasta las finales. El tercer grupo es el de los contendientes, que son los que invierten y se mantienen en la parte alta de la clasificación.
En lo que va del torneo los equipos regios son los que han dado la cara en asistencia a los estadios. De acuerdo a Transfermarket, el Monterrey encabeza la asistencia con un promedio de 43,948 aficionados en sus partidos de local. Tigres tiene un promedio de 40,599 personas por partido en el volcán y en tercer sitio muy por debajo está el Toluca con 24,685 asistentes en promedio por partido, con todo y que es de los que mejor está jugando ahora.
Desde una óptica localista, que en Nuevo León sigan asistiendo a los estadios habla de como el futbol ya forma parte de la identidad local, del ser regio, tanto como la carne asada y el fara fara. Ir al estadio, el día que sea, es casi una manda.
Ahora, algunos sociólogos consideran que los estadios son pequeñas muestras de nuestra sociedad. Desde allí, la poca asistencia podría verse de una manera diferente.
Una causa más social podría ser el elevado costo de la vida en México, que hace que la asistencia a los estadios, en los que además de la entrada hay que pagar transporte, cervezas y comida, esté resultando un lujo más que una oportunidad de entretenimiento.
Otra posibilidad, muy compleja quizá de medir, sería el potencial efecto en el espectáculo de la tremenda división social en la que el país ha navegado en los últimos seis años. Por estudios académicos se sabe de los devastadores efectos de la polarización en la comunidad. Irónicamente, se supondría que el futbol como entretenimiento serviría como un lugar común en el que las diferencias se hacen a un lado para entregarse a la afición de los colores comunes. Sin embargo, las heridas son profundas y podría haber quienes simplemente prefieren la reafirmación de seguir en su burbuja que el exponerse a un lugar común y diverso.
Sea como sea, algo está pasando, y aunque los federativos lo minimicen -como todo lo malo que está pasando en futbol- es una realidad evidente. El reto ahora es encontrar si es un asunto de rendimiento en la cancha o de interpretación del momento social en que nos ha tocado vivir.