En esta hora aciaga y pesarosa por lo que sucede aquí y por lo que sucede allá, vienen a la memoria las palabras aladas del gran escritor y filósofo francés Paul Valéry: “La guerra es una masacre entre gentes que no se conocen para provecho de gentes que sí se conocen pero no se masacran”. Sucede lo mismo en la frontera que en Medio Oriente: el hombre que mata para defender intereses que no son los suyos, porque así ha sido determinado.
Tiempos felices hubo en que los ejércitos tenían paladines que dirimían en la arena las diferencias, con la gloria y el oro para el vencedor y su gente; en otras épocas, las diferencias personales se arreglaban frente a frente; pero, maldito el día en que el hombre inventó las máquinas mortíferas que matan comunidades enteras a distancia, entre los que van los buenos y los malos. Pretextos no faltan: dizque por ideales, quesque por banderas y por asuntos de fe; cuando en realidad, toda guerra es por despojo: para quitar a uno lo que quiere el otro y que no puede conseguir más que por la fuerza.
Si hoy en las guerras que se libran en todo el mundo, particularmente en México, se aplicaran las palabras de Goliat, que pidió enfrentarse personalmente al paladín de los israelitas, David, jugando en la contienda el destino de sus respectivos pueblos, otras serían las circunstancias que se vivirían en el Anáhuac y, desde luego en todo lo largo y ancho del planeta, que entonces sí sería venturoso. Pero, no, los jefes mandan a otros a pelear sus guerras a cambio de migajas que caen del gran botín.
La vida del ser humano, el don más preciado que puede tener criatura alguna en el vasto universo, se desperdicia en aras de una aberrante avidez de posesión, primero de cosas y luego de personas, hasta llegar a la guerra como el más efectivo método de despojo. No importa el tamaño o la naturaleza de la guerra, siempre tendrá los mismos componentes de celos, envidia y rencor de uno que puede dominar a otros para que hagan su cruzada.
Se canonizó a san Juan XXIII; sin embargo, sus grandes enseñanzas han quedado en el olvido, sobre todo su extraordinaria encíclica ‘Pacem in Terris’, cuyo párrafo 171, dice: “Pidamos, pues, con instantes súplicas al divino Redentor esta paz que Él mismo nos trajo. Que Él borre de los hombres cuanto pueda poner en peligro esta paz y convierta a todos en testigos de la verdad, de la justicia y del amor fraterno. Que Él ilumine también con su luz la mente de los que gobiernan las naciones, para que, al mismo tiempo que les procuran una digna prosperidad, aseguren a sus compatriotas el don hermosísimo de la paz.
Que, finalmente, Cristo encienda las voluntades de todos los hombres para echar por tierra las barreras que dividen a los unos de los otros, para estrechar los vínculos de la mutua caridad, para fomentar la recíproca comprensión, para perdonar, en fin, a cuantos nos hayan injuriado. De esta manera, bajo su auspicio y amparo, todos los pueblos se abracen como hermanos y florezca y reine siempre entre ellos la tan anhelada paz”. Palabras que un día inundarán el corazón de todo hombre.
La violencia inducida de múltiples y sofisticadas formas, ha venido a reemplazar el calor humano, la satisfacción del deber cumplido, el término de una obra magnífica en su espléndida sencillez. la tierna sonrisa de los niños, el amor de la pareja, el perfume de las flores, la luz del amanecer, la música de Beethoven, el aroma del café por la mañana, el ingenio de El Quijote, y todas esas cosas bellas, simples y sencillas que hacen de la vida el paraíso, con víbora y todo.
El Papa Francisco ante miles de fieles, presentes en la misa en la memoria de Nuestra Señora de Guadalupe, en la Basílica de San Pedro en el Vaticano, recordó que el misterio guadalupano es para venerar a la Virgen que en las dificultades y los momentos felices de la vida nos dice: “No tengas miedo, ¿acaso no estoy yo aquí, que soy tu Madre?”. La tilma, la Madre y la rosa hacen el misterio guadalupano”.
Con la celebración de la Navidad se festeja el advenimiento de Jesús, que fue enviado por el Padre para enseñar a los hombres el gran portento del amor, que es entrega incondicional al prójimo, al que se debe amar como a sí mismo. Evento que celebran creyentes o no, porque es una gran oportunidad de reconciliación.