“El amor de los padres se mide en sacrificios que construyen los sueños de sus hijos”. Anónimo.
En el camino de la vida, hay historias que no se escriben en libros, pero que resplandecen en los corazones de quienes las presencian. La historia de los padres de Dulce, como padres divorciados, es una de esas que paradójicamente merece ser honrada. Porque, aunque los caminos se bifurcaron, su amor por sus hijas fue el puente que siempre los mantuvo unidos en propósito y espíritu. Ambos, en su singularidad, aportaron lo mejor de sí mismos, construyendo en sus hijas un legado de amor equilibrado y valores sólidos.
La Historia de Alberto Noeggerath y de Gloria Cárdenas, los padres de Dulce son vital para entender la esencia de quién fue tanto ella como su hermana Isabel. Vivieron en la calle trece entre Abasolo y Matamoros.
Para cuando la señora Gloria experimentaba su segundo embarazo, gestando a Dulce en sus entrañas a principios de 1955, ya estaba aterrizado en sus pláticas la idea del divorcio, y al nacer la cantante el 29 de julio de ese año sus papás seguían casados, aunque ya separados. Dada estas circunstancias en la relación de sus padres Ella nunca conoció la figura paterna dentro de su casa, aunque eso no fue objeción para tener un vinculo muy estrecho y de afecto con él a pesar de su madre.
Don Alberto Noeggerath fue un padre cuya presencia en la vida de Dulce fue muy limitada en tiempo pues ella lo veía dos veces al año, pero éste estar restringido en la vida de su hija no demeritaba el oasis de afecto que para ella fue la figura paterna pues, dicho por ella, era un papá extremadamente amoroso con Isabel su hermana y con quien sería la cantante matamorense. Gracias a ello y a pesar del divorcio, Dulce amó sin reserva alguna la figura de su padre. Ella decía:
-Con una sola vez que mi padre estaba con nosotros, sus abrazos y su cariño eran tan hermosos y tan grandes que era suficiente para esperar hasta su próximo regreso.
En Dulce quedó siempre la grata sensación de que, cada vez que veía a Don Alberto con su genio alegre y plebeyo, era una fiesta cuya característica principal era el derroche de afecto sin pudor de este hombre que claramente manifestaba con sus hechos que el divorcio con Doña Gloria no implicaba divorciarse de sus hijas. Aunque no fueron pocas las veces que papá y mamá discutieron delante de sus hijas por motivos económicos.
Cuando ella aludía en sus memorias a la figura de su padre venían a su mente como flashazos algunos recuerdos de su infancia, seis o siete años, en compañía de él. Por ejemplo, los días en que al estar comiendo con sus hijas degustaba una cerveza y con afecto le decía a Dulce:
-Tómele un traguito mija.
El paladar de la entonces niña Bertha (Dulce) no estaba aún maduro para el sabor amargo de la bebida y solo le daba un pequeño sorbo para no romper ese momento y esa dinámica amorosa entre padre e hija, después del tercer sorbo ella se quedaba dormida en los brazos de su padre. Una sensación que disfrutaba mucho cuando sucedía, pero también las miles de veces que lo recordó ya en su vida adulta; sin saberlo estaba forjando su carácter en le deliciosa certeza del amor paterno que se sustentaba no solo con palabras sino con hechos.
Dulce definía a su padre como una persona tierna, inteligente y con mucho talento. Don Alberto cantaba, y en ese cantar empírico muchas veces arrullaba a sus hijas con una melodía que quedó grabada para siempre en la memoria de ellas, sus dos vástagos con Doña Gloria, la canción que entonaba era “Lili” de Vicente Garrido, con una letra que expresa sentimientos profundos de amor y esperanza que marcaron para toda su vida a Dulce y su hermana Isabel:
“Canción de amor que es promesa, Ay Lilí. Ay Lilí, ay Lilí, Canción que nunca podré olvidar, Pues siempre me arrulló. Canción que dice tristezas, Ensueño que me envolvió. Ay, Lilí, Ay, Lilí. Ay Lo”.
Y si su padre le heredó la parte romántica y artística, Doña Gloria, su madre, le heredó el carácter y la disciplina. Ella la describía diciendo que a sus treintas había sido una mujer titánica y ejemplar a quien la vida la había hecho un ser humano muy duro pues cada que las hijas la querían abrazar, ella con su cultivado escepticismo les decía con expresiones oraculares:
– ¡Abrazos no! ¡Calificaciones! ¡Comportamiento! ¡Eso es lo que quiero!
Doña Gloria nunca permitió muestras de cariño y ellas tenían que abrevarlo con su padre. Sin embargo, como mujer y como madre vivió exclusivamente para sus hijas, en la vida cotidiana eran tres mujeres como si fueran una sola. Hubo un momento en que la madre abnegada tuvo tres trabajos, el primero de secretaria y enfermera de un consultorio muy cerca de la primaria Josefa Ortiz de Domínguez en la calle sexta a donde llegaba después de dejar a sus hijas en la escuela, después de medio día, cuando sus hijas salían de la primaria tomaban un camión para irse a un club de cacería en donde Doña Gloria hacía el aseo, una vez terminada la labor dejaba a sus hijas en su casa en la calle trece entre Abasolo y Matamoros donde a lo largo de la vida hicieron migas con las familias Lozano, Barrientos y Pineda entre otras.
Doña Gloria se regresaba al consultorio y a las 6 o 7 de la tarde se retornaba a su casa y comenzaba sus labores de modista para remendar y coser ropa ajena, además de que eventualmente tocaban a su puerta para solicitar sus servicios de enfermera y a cualquier hora de la noche la podían levantar. Con todas estas actividades Doña Gloria acostumbró a sus hijas a tener la casa siempre limpia y sembró en ellas la invaluable disciplina del orden y la higiene en su casa.
Querido y dilecto lector, este es un pequeño homenaje para la mamá y el papá de nuestra querida Dulce, porque demostraron que ser padres trasciende cualquier título o estado civil. Es amor, es entrega, y es la capacidad de caminar juntos en lo esencial, aunque los caminos divergentes sean inevitables. Su historia no es de separación, sino de unión en la misión más noble: formar seres humanos excepcionales. Dulce amó a su padre y a su madre por igual. Esta Historia continuará.
El tiempo hablará.