A principios de los 70 el Club América inundaba todas las pantallas de la televisión nacional. Estaba presente en las barras noticiosas de deportes de los noticieros de Televisa, empresa dueña del equipo. Muchos niños se encandilaron con el marketing grosero, parecido a un adoctrinamiento. La publicidad buscaba que los que estábamos pegados a la tele siguiéramos a los cremas, como ocurrió luego con centenares de miles que crecieron en los estados como seguidores del equipo de Coapa.
Desde pequeño descubrí el truco de la televisora y por eso aborrecí a su escuadra. Pero, aunque lo repudiaba no podía sustraerme de la maravilla de un jugador con el número 11, pequeño de talla y siete pulmones, llamado Cristóbal Ortega.
Falleció el que, fue, en su tiempo, el motor americanista el pasado 2 de enero y con él se va un segmento importante de la historia del balón mexicano.
Muchos de los chicos de aquel tiempo crecimos familiarizados con la figura del petizo moreno, de pelos enrulados que acarreaba la pelota desde el fondo hasta tres cuartos de cancha para distribuirla con sus compañeros. Tenía como acompañante a otro moreno, fácilmente confundible en forma y estilo, Juan Antonio Luna, que también hacía labor similar, pero las bandas.
Siempre estuvo en el América. Cristóbal era parte del paisaje de los Canarios que en 1981 luego se transformaron, con él a bordo, en las Águilas.
Ahora veo repeticiones en color sepia, distorsionadas por las grabaciones de VHS, reliquias de algunos partidos previos a la era digital, y percibo que el balón botaba más y las superficies de césped eran más irregulares. Vaya, hasta las líneas en algunas canchas estaban trazadas con cal y a mano. Por eso me asombraba la capacidad que tenía Cristóbal para dominar con pericia extrema una pelota de costuras de cáñamo y movimientos bravos.
Chilango de nacimiento, reconocido como el jugador con más actuaciones en un solo club, con 609 cotejos, es objeto de alabanzas y veneración por socios y rivales con los que departió césped. Año tras año por ahí andaba en el once inicial de los aguiluchos, su único equipo profesional como jugador, el inveterado Ortega Martínez, nacido en 1956, que primero empezó como delantero y luego fue colocado como contención por el entrenador Juan Antonio Roca, que lo debutó en 1974.
Fue, hasta su retiro en 1992, el máximo ganador de títulos de los emplumados con 14, junto a su capitán Alfredo Tena.
Nunca fue mediático. Daba escasas entrevistas, no se le veía atronador o polémico. Nunca fue escandaloso, por lo que algunos pueden considerar que llevaba una agenda pública aburrida. Hoy, en un tiempo de redes sociales y de concurso de belleza y popularidad en los deportes, un futbolista como él quizás hubiera sido poco rentable, pues no era de los que vendían tantas camisas, como otros de más brillo y exposición como Héctor Miguel Zelada, Daniel Brailovsky, Javier Aguirre. Era reservado en la victoria y estoico en la derrota, a diferencia de montones de profesionales de ahora, dispuestos a hacer de cada incidente del partido una historia para Instagram. Cristo era discreto en sus formas y en su juego. Se notaba por el subibaja interminable en los partidos. No se cansaba nunca.
Más allá de la aborrecible marca del América, lo recordaré como un jugador que le dio clase al balompié mexicano.
Nunca olvidaré aquellos gritos desaforados del gran maestro de la crónica futbolera, Ángel Fernández, que declaraba en las transmisiones: “¡Colón descubrió a América, pero América descubrió a Cristóbal!”.