Los récords son para romperse, reza una máxima del deporte. Pero no todos, al menos en el atletismo, que cuenta con varias marcas mundiales realizadas por seres “extraterrestres” o de capacidad humana muy superior.
La edición 18 de los Campeonatos Mundiales de Atletismo terminó el domingo 24 de julio en Oregon, EE.UU. con el establecimiento de tres récords mundiales.
Éstos fueron de la nigeriana Tobi Amusan en los 100 m con vallas, de la estadounidense Sydney McLaughlin en los 400 m con vallas y del sueco Armand Duplantis en el salto con pértiga.
Aparte hubo otros logros: países que por primera vez ganaron medalla, como Perú, India y Burkina Faso; más países participantes y más atletas, más países con al menos una medalla, y demás…
Sin embargo, ¿cómo aspirar a más récords si buena parte de ellos fueron implantados por atletas de naciones de dudosa reputación en el juego limpio?
Muchos atletas y entrenadores consideran que los Mundiales no son un evento para batir marcas, sino básicamente para ganar o estar en el podio.
Las marcas suelen batirse en pruebas de corte internacional como en los eventos Diamante o Grandes Premios, donde existe menos presión y los incentivos económicos por participar, ganar, imponer récord y patrocinio son más altos.
El atletismo mundial ha estado cargando con una gran calamidad que lo ha limitado en espectacularidad: récords impuestos durante el ácido periodo de la Guerra Fría, que enfrentó a los bloques capitalista y socialista en muchos sentidos, y en el que el deporte fue estandarte para uno y otro bando.
Por lo menos nueve récords femeninos y dos masculinos fueron impuestos por atletas de otro “planeta” y que aún se mantienen, como el de la checoslovaca Jarmila Kratochvilova, de julio de ¡1983! en los 800 m, con 1’53’’28.
En estos Mundiales se ganó con 1’56’’30 de la estadounidense Athing Mu; la mejor marca de la temporada.
Recordemos que los años de la Guerra Fría fueron muy turbios, con los controles antidopaje yendo por detrás de la “química” deportiva maquinada, a la que recurrían tanto socialistas como capitalistas.
Hoy los rusos, antes soviéticos, siguen suspendidos por manipular pruebas en estos últimos años, lo que es señal clara de lo pudieron haber hecho en tiempos de esos récords.
Recuerdo una entrevista que hice a mediados de los 90 a un destacado científico ruso que trabajaba para el atletismo mexicano. El tema fue precisamente el dopaje en la antigua URSS.
Él no quería tratar el tema, pero se apiadó de mi por tener él un hijo periodista, y porque, después de todo, el bloque socialista ya había caído.
Me dijo que él y su equipo de trabajo siempre callaron cuando encontraron residuos “extraños” en la sangre de atletas de fondo de la selección nacional soviética. En sus tiempos, hablar no era lo políticamente correcto.
Como igual sucedió con el plan 14.25 de la Alemania Democrática de mediados de los 70, que prohibía a su gente reclamos de cualquier tipo.
Con este maléfico plan se catapultó el deporte de esa nación a altas cotas de éxito, aunque falsa esa notoriedad por las graves repercusiones que la trampa trajo a la salud de muchos atletas hombres y mujeres.
Y aunque esos países ya no existen, y que algunos atletas fallecieron y otros presentan secuelas por el dopaje, lo cierto es que sus marcas, aunque récords son, siguen causando una imagen negativa.
Atletismo Mundial, como hoy se denomina la federación internacional de este deporte, ha sido insensible a esos hechos.
Le ha faltado mano dura para borrar de la historia esas suspicaces marcas que solo frustran sueños de nobles atletas y restan espectáculo a un deporte que es la columna vertebral de los Juegos Olímpicos.